La ley seca
En la búsqueda de civilizar el ejercicio del poder, cualquier tipo de poder, se debería reglamentar el uso del licor en nuestra urbe tributaria del Dios del amor, a la del estribo, el aperitivo que acaba en varias cajas, el papelón borrachesco. Una autoridad pública, un alto funcionario, un asesor visible, no es cualquier cosa y, antes de todo, antes de servir a sus semejantes, debería firmar ante notario un acta de compromiso para no beber así nomás como cualquier hijo de vecino, para no empinar el codo en ruidoso bar o concurrida taberna. Todos, y hasta todas, las que dirigen los destinos de un lugar, los y las que tienen la sartén por el mango, deberían prometer abstinencia absoluta en el transcurso de su gestión, de su labor desinteresada, según sus propias palabras. Inclusive, tendrían que ser sometidos diariamente a la labor del alcoholímetro, para medir el grado de resaca que les impide trabajar normalmente.
Lo anterior no es la opción arbitraria, dogmática y excluyente de un desdeñable grupo de abstemios que podrían cultivar otros vicios escondidos, una declaración anticervecera, pisquera, roncera, sieteraicera. Es una urgencia ante el comportamiento borrachudo, lioso, pendenciero, de un respetable fiscal. El señor Alberto Eduardo Prado no estaría fuera de su trabajo si hubiera jurado antes no chupar. Estaría libre de remordimientos, de maldiciones, si hubiera bebido unas kolas, una limonada reconfortante o un simple vaso con agua, en el momento en que ocurrió lo que ocurrió.
La ley seca provisional, se impone ahora que la población iquiteña piensa mal de las leyes, de la ciencia del derecho, de los jueces, de los fiscales, de los escribanos, de todo lo que tenga relación con el embriagado funcionario que se pasó de copas. Así puede afectar un solo individuo a todo un grupo. En aras de evitar otro hecho escandaloso, se debería tomar al toro por las astas y prohibir la bebida entre las serviciales gentes que disfrutan del poder local.