La campaña por el voto en blanco o viciado, emprendida por colectivos hartos de los políticos y sus seguros servidores, fue todo un éxito en el Perú de hace siglos. Era el olvidado año del 2014 cuando en las principales urbes incaicas aparecieron unos carros sangucheros que no ofrecían los productos de la cocinería al paso, sino llamaban a los sufridos ciudadanos a no votar en las elecciones, ni acatar la ley seca, ni a pagar multas. Parecía una broma, pero antes del día central de las urnas, todos a una se perdieron en una borrachera comunal, populosa, que pasó de largo y acabó semanas después cuando aparecieron los terribles diablos azules.
Desde entonces, en el país de la gastronomía y los días de celebración, nadie acudió a votar. Porque antes de la emisión del voto todos y todas frecuentaban las botellas con tanta pasión que se olvidaban de los símbolos de los partidos, de los nombres de los candidatos, de la misma cámara secreta. La última generación que quiso votar, no pudo llegar ni tambaleándose o arrastrándose a su lugar. Nadie después quiso pagar las multas que sumaban una verdadera millonada. Las últimas autoridades elegidas siguieran gobernando, lo cual significaba que hacían de las suyas. Cuando después de años se convocaron a elecciones, los unos y las otras empezaron la jarana y otro vez fracasó la emisión del voto.
En el presente, las autoridades representativas son elegidas mediante el juego del cachito. Las ánforas están en los bares y cada candidato se identifica con cualquier número del dado. Una dama, arroja el dado sobre la mesa y el número que queda indica al ganador. Pese a algunas denuncias de fraude, de manipulación, de favoritismo, de parte de los que nunca ganan, ese juego de azar es la mejor manera de elegir a los gobernantes de turno.