En las tantas veces sucias calles iquiteñas, además de crecientes lluviosas, forados en las pistas, congestiones vehiculares, caos de vendedores y vendedoras, queda una inmensa mancha de fealdad. Una fealdad agregada que no debería estar en ninguna parte. Escribimos sobre toda la artillería propagandística de incontables candidaturas que en esta plaza han sido. En muros abandonados, en fachadas arruinadas o no, en paredes medianeras o no, en puertas clausuradas o no y en ventanas abiertas o cerradas, quedan todavía vestigios de esa inoportuna raza que de vez en cuando aparece en el escenario, buscando nuestros votos. Vestigios en forma de rostros sonrientes, de dedos alzados en señal de victoria, de lemas, de esto y lo otro.
Han pasado ya todas las elecciones para esta temporada y el ciudadano (na) sigue encontrando a diario esos rostros, esos nombres, esos lemas, esas promesas, como si estuviera condenado a soportar a los políticos hasta cuando no andan en campaña. En la legislación de este país, donde se hace la ley y la trampa a la vez, hay un dispositivo que obliga a los candidatos (as) a limpiar lo que han ensuciado después de cada contienda electoral. Nadie, que sepamos, ha hecho caso. Ninguna autoridad dice algo para que los candidatos (as) cumplan con la ley. Todo pasa piola, y así en cada elección la papelería, la afichería, las pintas, aumentan como una efusión de esa fealdad.
Para que la ciudad no siga siendo esa fealdad con afiches pasados de moda, con pintas que ya nada dicen, con rostros caricaturescos debido a las inclemencias, debería intervenir el ciudadano (na). En estos tiempos la poderización de los colectivos sociales, de los grupos humanos, no es una broma. Es una acción legítima debido a la clamorosa inoperancia de las autoridades, las instituciones. El ciudadano (na) debería dejar de protestar en las cervecerías, las cebicherías. Debería entender que por acanga quien no llora no mama, y debería organizarse contra esas fealdades que dejan tantas candidaturas.