La furia de los robacables

La robótica local, rubro que nada tiene que ver con seres mecánicos y sumisos, si no con la rapiña y el hurto, ha ensanchado últimamente su campo de acción en estos desvíos. Antes, hace poco, el zarpazo contra los cables del servicio eléctrico era  un asunto  lejano, ocurría  en la carretera que une Iquitos con Nauta o en Santa Clara. Era, por otra parte, un asalto que parecía pintoresco, exótico. Algo que no iba a prosperar en las crónicas rojas, ni en las secciones policiales de los diarios. Lo que acaba de ocurrir en la ciudad y en plena luz del día, es un desmentido a ese fácil optimismo. Sucedió que los malandrines de altos voltajes se tiraron 60 metros del cable que estaba entre las calles Nauta y Callao. El hecho no solo generó el conocido apagón, ocupación copada por la misma empresa del servicio  eléctrico, sino que ocasionó la quema de algunos aparatos domésticos.

Es decir, un doble perjuicio para esos ciudadanos que pagan la factura cada mes. Ahora y en la hora de nuestra mala suerte permanente con respecto a ese servicio, estamos fritos. Como ciertos pescados. Porque la urbe  bulliciosa y nosotros mismos estamos a merced de los rabacables, temibles bandas no censadas ni requisitoriadas todavía y que por ello mismo son más peligrosas.  La robería de estos predios no va a renunciar así por así a ese negocio de zamparse los cables indefensos.

De esa manera,  el turbio apagón de siempre, mal y malaria casi cotidiana, ha encontrado su par  en la pérdida repentina del cable tendido. No es posible soltar tombos en todas las calles, pasajes y caminos de esta urbe; menos contratar vigilantes armados para repeler a los asaltantes electrificados.  Entonces quedamos a expensas de la furia de los robacables. Indefensos, expuestos, impotentes, no tenemos más remedio que encomendarnos a nuestro real y auténtico patrono. El providencial  San Blando, el legendario tipo que no sabe ni cuándo.