El nuevo pontífice peregrino, el viajero Jorge Bergoglio o Francisco, tuvo que interrumpir su preparado viaje a tres países sudamericanos. Todo marchaba sobre ruedas en esa jornada. El ilustre visitante, subido a su vertiginoso papamóvil, recorría las calles de Quito saludando a los miles de fieles que se arremolinaban para verle pasar. En ese recorrido empezó a encontrarse con los hombres crucificados. Estos, protestando por alguna majadería estatal o privaba, se inmolaban públicamente en la cruz buscando la justicia terrenal, y estaban por todas partes y no dejaron de mostrarse mientras el sumo pontífice recorría las calles de Guayaquil.
Era como si el recorrido del prestigioso visitante fuera un concertado calvario humano con sus víctimas generadas por el mismo sistema que prometía redimirles. El visitante no pudo dejar de detenerse para escuchar sus protestas y luego prometía llevarles a la Santa Sede para darles por lo menos un almuerzo y una limosna. Hasta ese momento el viaje de Francisco era normal. La cosa cambió cuando se encontró de golpe con más crucificados en su incursión a Bolivia. Eran unos hombres curtidos por las intemperies que en todas partes estaban inmolados. Sus reclamos eran antiguos, nunca habían sido escuchados por nadie y suplicaban en todos los tonos que el visitante intercediera por ellos.
Los crucificados también estaban en el Paraguay, esperando el momento de presentar un memorial de quejas al prestigioso visitante. Ocurrió entonces que los asesores del viajero le pidieron que interrumpiera su visita, puesto que no iba a poder atenderlos a todos. Los almuerzos y las limosnas se habían acabado. Fue así como don Jorge Bergoglio abandonó su itinerario y partió de emergencia hacia Iquitos donde esperaba encontrar la calma. Pero tuvo que partir de inmediato ante el caos cotidiano y los interminables pleitos de dicha ciudad.