Cuando en Iquitos, y en varias otras ciudades frondosas, aparecieron individuos hablando a gritos, chateando activamente, recibiendo mensajes de distintos lugares, escribiendo crónicas, escuchando canciones, pero sin tener el celular a la mano, recién se comprendió lo que también podía significar el progreso. La adicción a ese aparato había reemplazado a la ludopatía, la chupadera y el vicio de engendrar hijos en cualquier parte. Así fue como quedó la celularpatía como una peste que se tuvo que combatir. Las autoridades locales prohibieron bajo pena de muerte ese aparato, cerraron las empresas que se dedicaban a vender sin piedad varios aparatos a una sola persona.
En las campañas para acabar con ese mal se detectó que algunas personas ya no hablaban cara a cara con los demás. Para cualquier cosa, para preguntar algo, para enamorar, para pedir un servicio, hasta para comprar el pan de cada día, usaban el celular. Esposos, novios, enamorados, simples ciudadanos estaban tan embrutecidos que el que menos tenía 20 aparatos a su disposición y un juego preferido era llamarse a sí mismos a cualquier hora, hasta de madrugada, desde cualquier distancia, hasta del extranjero. Lo peor vino después. Ocurrió cuando todos los celulares fueron incinerados en una gran hoguera pública.
El uso indebido de ese engendro fue tan pernicioso que algunos moradores quedaron extraviados y, pese a que no tenían celulares, seguían marcando números, haciendo llamadas perdidas, respondiendo a señales que solo existían en sus mentes. El daño mayor de esos aparatos fue que muchos ya no pudieron articular ninguna palabra para fecundar una simple conversación casera. Las palabras se trababan y ellos y ellas se ponían a temblar como si estuvieran con terciana. Es por ello que ahora la palabra no existe en Iquitos. Todo el mundo se comunica mediantes señales de tránsito, signo de monedas y gestos manuales.