La repentina rebaja en el precio de la electricidad, gracias a una orden del organismo regulador nacional de ese tipo de energía, fue una buena noticia en medio del caos de la creciente, de la basura acumulada, de los disturbios y enfrentamientos políticos, de los bailongos de jueves a domingo, de los regalos de mochilas escolares, de los líos sociales y de otras plantas o hierbas. La inesperada medida sorprendió a propios y extraños en momentos en que otras cosas subían de precio en el mercado.
Los moradores de la ciudad de Iquitos, que pagaban demasiado por un servicio deficiente, se sintieron agradecidos por esa rebaja y siguieron viviendo como siempre. Todo era normal hasta que, por una extraña coincidencia, regresaron los inoportunos, devastadores y temibles apagones. En el reino de las tinieblas, la entidad reguladora, determinó que la empresa eléctrica se pusiera las pilas y considerara en sus cobranzas los descuentos por cada apagón de marras. Fue así como las facturas comenzaron a tender a cero. Es que eran tantos los apagones que los usuarios no debían al final del mes ni un penique. Las facturas entonces parecían saludos sociales de la empresa prestadora del servicio eléctrico ya que no eran cobranzas.
Los apagones continuaron como impulsados por una fuerza telúrica, devastadora. En un momento llegaron a realizarse varias veces al día causando incidentes, accidentes y pérdidas lamentables entre los usuarios. Ese fenómeno fue el inicio de algo inusitado, nunca visto. La empresa eléctrica, por orden judicial del organismo regulador, se vio obligada a pagar a cada morador por el servicio surtido de apagones. Y mensualmente los pobladores acudían a las oficinas de dicha empresa a cobrar simplemente. Fue así como se solucionó el antiguo y viejo problema de la luz eléctrica en la innombrable ciudad de Iquitos.