La ciudad de las primeras piedras
En cualquier mente, afiebrada o no, podría arder un territorio de ficción, una ciudad de mentira: la urbe de las primeras piedras ejecutadas. De existir ese lugar, sería una metrópoli tan moderna que se convertiría en la envidia de tantos. Ese condado sería surtido de pasajeros por un tren indetenible que vendría desde las orillas de la costa y atracaría en un punto de la maraña. En la confluencia de los ríos Marañón y Ucayali funcionaría el gigantesco astillero. Las amplias calles partirían hacia distintos lugares de la hoya y no tendrían ni baches, ni zanjas ni agujeros lunares. El alimento estaría basado en los infinitos criaderos de paiche que se propuso en 1939.
La vida cultural estaría regida por los miles de teatros que generaciones de alcaldes prometieron construir. En las tardes tantos se irían a visitar el flamante malecón al borde del lago de Moronacocha. Los domingos nadie dejaría de pasear por el hermoso Parque de las Nodrizas. En Iquitos, hacia 1919, la plaza 28 de Julio era un pampón silvestre, surtido de desniveles o baches. Pero allí se hizo la ceremonia de la primera piedra, un bloque piramidal, para levantar después el feo monumento que hasta ahora perdura.
En 1929, en los alrededores de esa plaza, se proyectó levantar el citado parque. El que lo propuso fue el enano Temístocles Molina Derteano. En aras de un lugar donde las criadas sacarían a los hijos e hijas de los patrones, el servidor del entreguista Leguía hizo gestiones ante el Ministerio de Fomento. El hermoso Parque de las Nodrizas, por unos instantes, se apoderó del imaginario de las gentes de entonces, como tantas obras que nunca fueron. La primera piedra fue sembrada y apuntalada en medio de una apoteósica ceremonia, y quedó en nada.
Nadie nunca sabrá cuánto gastó el pequeño prefecto en planes, en proyectos, en costos, en supuestos, en informes, en cifras, en sueños de seguir en el poder local gracias a un simple parque. Porque esa obra tenía su trampa, como tantas obras que buscan reelecciones. La fuente dice que ese parque nunca se hizo debido a que el otro gobierno le encarpetó. Pero en realidad no fue construida porque fue aplastada por el peso de la tradición de las primeras piedras. Algo distinto a la obra posible, a la obra fantasma.
La ciudad de las primeras piedras no es un invento solamente de nuestras pobres autoridades. Es obra nuestra también. Sus bases están en las demoras, los retrasos, las indecisiones, las propias promesas incumplidas. Está en la dieta que nunca comenzamos, en el libro que algún día escribiremos, en los ejercicios físicos que nos hubiera gustado hacer, en las sentidas promesas de dejar de fumar o de beber. Está en lo que queremos hacer pero nunca hacemos. Está en lo que no somos, todavía.
Es mejor vivir en la ciudad de las primeras piedras, sin embargo. Unos instantes siquiera, como quien entra en los predios de una leyenda, como quien vive en el condado de lo imposible. Entonces podrimos andar y desandar por los amplios ambientes del teatro edil que se construirá algún día en San Juan. El letrero de ahora nos permite ese exceso, y uno puede seguir andando de un lado a otro, esperando la noche del estreno, la primera función de ese teatro improbable.