La expectante y angustiada tensión de una carrera de caballos explica mejor que cualquier sesudo analista, encuestador que no acierta nunca o experto taxista las presentes elecciones apretadas. Entre los cinco candidatos ya no hay distancia inalcanzable, no hay cifras contundentes, no hay argumentos válidos. Hay una férrea competencia, un frenético desgaste de energías, una febril urgencia de acabar con el otro. Como una lid de equinos desbocados. Todo puede suceder en esa animalidad desbocada, en ese dominio del instinto por vencer. Los últimos pueden ser los primeros, los primeros pueden quedarse fuera de la competencia como si nada.
En los últimos tramos de la corrida electoral, como en cualquier hipódromo, no hay nada claro. Los competidores se apretujan sin piedad, se ningunean, se insultan, se agreden. En el vértigo de la contienda de las ánforas se observa un desorden, un tumulto, una atropellada encomandita. Así, sin saber realmente quién es quién, se observa una trompa por allá, un pescuezo más acá, unas patas que quieren dispararse, unos relinchos que más parecen aullidos. Las apuestas están pervertidas por un aparente empate entre todos. Nadie puede decir que ya conquistó el trofeo de pasar a la segunda vuelta.
La conquista no se explica sin el caballo, sostuvo sin una pizca de ironía o de burla don Ventura García Calderón. Las elecciones peruanas tampoco. No por los habituales relinchos. Ese noble animal, que ha sido bien tratado en la literatura, fue antes el medio más veloz para llevar las ánforas selladas. Hoy las cosas han cambiado con los adelantos tecnológicos. Pero el espíritu emprendedor, competitivo del equino de siempre, desciende para explicarnos lo que sucede con los candidatos que van adelante. No pueden ganar todos, como es sabido. Así para algunos la carrera acabará en una parada de borrico.