El señor Daniel Urresti, vestido con su uniforme de campaña, portando varias armas de corto y largo alcance, cargando alimentos enlatados y no perecibles, arrastrando su carpa para pernoctar en lugares incómodos, incursionó entonces en los suburbios peligrosos, en los fumaderos atestados, en las esquinas donde más se cuadraban a los transeúntes y en otros lugares donde podía esconderse cualquier huidizo ciudadano. Pero no pudo encontrar a ese varón prófugo que en ese entonces era buscado hasta por los serenos de los municipios más remotos del país.
En ese tiempo, hace de ellos muchas lunas y algunas soles con sus correspondientes estrellas, el señor Daniel Urresti era el presidente del Perú. A ese alto cargo arribó no por conducto de las ánforas, sino dando un golpe estatal inopinado donde aprovechó su reconocida capacidad ejecutiva. Instalado en el poder, copió al pie de la letra un episodio bélico de la campaña moralizadora del Mil en las pasadas elecciones del 2014. Era aquello de la guerra a muerte contra la corrupción. De tal manera que el mandatario, que seguía en lo mismo como para variar, es decir, personalmente dirigiendo las batidas, los allanamientos, los operativos, las detenciones, se dedicó a buscar al suegro del señor Fernando Meléndez, el prófugo Cirilo Torres Pinchi. No lo encontró por más que se convirtió en un pordiosero disimulado que rastreaba todos los rincones urbanos, incluyendo los desperdicios iquiteños.
En sus afanes buscadores se internó entonces en las lejanas cabeceras de los cerros abruptos, en las tierras reservadas a la neblina perpetua, en los bosques enanos, en las cabeceras de los ríos sin nombre, en los ámbitos prohibidos de las remotas restingas, en las grutas perdidas, hasta desaparecer él mismo de la memoria de los que le estaban buscando con perros rastreadores para que comandara los destinos de la patria despeñada por la corrupción.