En algún sitio, cerca de la república de Pelagatos, más allá de la bruta academia de Lagado, en los alrededores del país de los pigmeos, se encontrará algo que sea peor que el último lugar. Algún día, ciertamente. Ya lejos definitivamente del mítico primer mundo, esa ubicación deplorable se convertirá en la apuesta favorita de los peruanos de alma, corazón y vida. Porque eso es lo que merecen esos descendientes de Pizarro y Atahualpa. Nada hacen para salir del último lugar. En el terreno pelotero, por ejemplo, siguen en la cola pero los diarios del rubro rinden pleitesía a unos mediocres pateadores cada vez que hacen algo. Así, endiosando a seres limitados, seguirán en la retaguardia.
En el terreno de la lectura, otro ejemplo, los de la blanca y roja están cada vez peores. Y nada hacen para revertir esa situación. En estos lares, se hace mucho más. Cada vez más peor, con perdón de la gramática. El gobierno regional mezquina una pequeña suma para que siga funcionando la Biblioteca Amazónica. Mezquina un sencillo, unos centavos, pero gasta a manos llenas en otras cosas. La Biblioteca Amazónica escapa por la ventana, porque no abre sus puertas a los voraces lectores de por acá. O sea casi nadie. Pero eso no importa. Si estamos en último lugar en comprensión de texto, se debería dar preferencia a los usuarios de estos pagos. No a los forasteros que leen varios libros al mes. Y entienden lo que leen.
Cuando se quemó la Biblioteca Nacional, don Jorge Basadre desplegó una feroz tarea para devolver ese sitio a los lectores. Lo consiguió y eso le honra para siempre. Entre nosotros, ningún incendio acabó con la Biblioteca Amazónica. Pero está peor que si le hubiera achicharrado un siniestro. Lo hemos dicho y lo repetimos: una sociedad que permite el cierre, parcial o total de una biblioteca, es una asociación estupidizada por donde se le mire.