En estos tiempos la ciudad de Iquitos es un lugar tomado por pequeñas hogueras domésticas, diminutos shuntos, que arden en cualquier momento del día o de la noche. El espectáculo de un enorme incendio intermitente produce un humo denso que despista a los incontables turistas que ahora visitan esa ciudad tan decididamente ecológica. Da la impresión de que alguna parte algo se está quemando, pero no se trata de nada grave. El fuego doméstico y callejero fue la solución definitiva al grave inconveniente de la basura de siempre, a la basura que había terminado por dominar a esa urbe.
Mientras las autoridades de turno se reunían para discutir sobre el inconveniente mortal de la basura, hacían planes para construir algún bello día rellenos sanitarios o firmaban documentos de ayuda mutua, surgió un hecho que de la noche a la mañana acabó con ese flagelo social y colectivo. No se puede determinar en qué calle o avenida o lugar se inició la revolución del desperdicio. Lo cierto es que alguien, cansado de las discusiones y los líos entre el empresario recogedor y las autoridades, cansado también de que los camiones no arribaran a su hora a su lugar, decidió hacer un montón con sus desperdicios del día y prenderle fuego con el fósforo casero. Fue así como aparecieron lenguas de fuego que en un dos por tres acabaron con los desperdicios acumulados.
La primera hoguera se levantó y fue suficiente, porque los demás ciudadanos, tan cansados de todo como el primer quemador, imitaron ese incendio. Y nunca más se vieron afectados por cerros de porquerías, por montañas de trastos inútiles. De esa manera la ciudad terminó con esa lacra. Iquitos ahora luce limpia y ya no interesa a nadie el empresario basurero, los camiones recogedores, la baja policía y todo lo que se relacionaba con la limpieza.