La batalla perdida
La saludable, casi secreta y casi silenciosa campaña contra el ruido parece que no va más. En forma lamentable, se hizo humo y nada. Desapareció entre otros alborotos y el puesto bien remunerado, y solo nos queda esa canción que dice el silencio de tu voz. No es que a la urgente campaña la hayan derrotado los abundantes días feriados, los rojos largos, las celebraciones de esto y lo otro, las huelgas perpetuas, los motocarristas abusivos con sus escapes y los fiesteros de cada esquina. Ocurre que los connotados miembros de ese emprendedor colectivo, Efrocina Gonzales, José Álvarez Alonso y los otros, se fueron para otros predios. No hicieron ningún ruido a la hora de marcharse. Lo que no nos parece mal. Cada quien tiene derecho a ubicarse donde prefiera, a buscar otros horizontes, otros rumbos.
El inconveniente es que ninguno de los embarcados en esa jornada cívica buscó su relevo. Es decir, como que perdieron la visión de continuidad, el sentido del recambio generacional o no. Uno podría pensar, acaso con exageración, pero nunca con malicia, que los porfiados silenciosos entonces usaron la batalla contra el ruido como una especie de trampolín para otros logros. Lo cual tampoco nos parece mal. Cada quien tiene derecho a soñar con otra cosa, a mejorar sus condiciones laborales. El inconveniente es que el ruido sigue en pie, intacto, imbatible, tenaz.
Las declaraciones, los minutos de silencio, parece que no sirvieron de nada. Las fieras parrilladas, las brutales fiestas y tantas otras maldades, siguen como si nada hubiera pasado. La batalla contra el ruido, desde ese colectivo desmovilizado, se ha perdido. Y no escribimos sobre la derrota de unos cuantos. Escribimos sobre una derrota que nos afecta a todos y todas. Dos cosas nos quedan ahora o nunca. Hacernos los locos, como tantas otras veces. O retomar ese colectivo y luchar hasta que el ruido se convierta en derrota.