LA ANTIGUA CATEDRAL DE LA COMIDA

La catedral de la comida nada exclusiva, del bocado abundante y barato, apareció hace décadas en Iquitos, en una de las esquinas de las calles Arica con Brasil. Era un restaurante popular que entonces abrió sus puertas y ventanas como un desafío a la exclusión gastronómica,  al sectarismo de las papilas gustativas, moda alineada que se gestó durante el despilfarro del caucho y que seguía imperando en esa urbe importadora de cualquier cosa para llenar la panza. Lejos estaban entonces los tiempos en que el fraile Gaspar de Carvajal había mencionado los potajes de los primeros moradores del bosque.

Era tanto el amor a los potajes extranjeros que en una bien nutrida comida de la década del cuarenta del siglo pasado, dado por un alcalde sibarita que se iba a hacer gestiones a Lima, no existía un solo preparado de la gastronomía verde. Los comensales disfrutaron de otras fusiones, de otras sazones, desdeñando lo que por entonces hacían las madres y mujeres en sus casas de todos los días. En los negocios de comida de aquel tiempo era una ofensa un inchicapi, un robusto juane, una jarra con masato. En el ejercicio de las mandíbulas oficiales también se despreciaba a la culinaria de los bosques, esa tecnología milenaria que todavía es ignorada hasta por los mismos súbditos de estos predios.

Era el mes de octubre de 1953 cuando en una de esas esquinas mencionadas apareció el restaurante que iba a cambiar la historia de la alimentación urbana. El nombre no ha llegado hasta nosotros, tampoco el del propietario que hizo su agosto en ese tiempo. No importa, porque sabemos que la cosa era para lucirse, para invitar con pana a la muchacha, para acudir con la familia siquiera una vez al mes. Los preparados se servían en sendas vajillas en una fuente de material cromado. Era un lujo, aparentemente. Pero lo más importante era lo que se servía como si se tratara de un cumpleaños bien ponderado por los potajes.

La atención a los comensales era esmerada y se servía una sustanciosa sopa, seguida de un plato con arroz y frejoles y una porción de carne con verduras. Luego venía un preparado condimentado digno de un paladar exigente. Después se hacía presente en la mesa un poco de mermelada. El almuerzo acababa bajo el estímulo de una humeante taza de café. Todo ello a un precio de ganga o de feria o de regalo: 1.70 centavos. En el presente, el menú más barato, eso que se sirve en los arrabales de esta urbe, cuesta 2.50 centavos y nada tiene que ver con los platos de antes.

Era tanta la seducción de ese lugar que los mozos tenían que multiplicarse cada segundo para atender a ese colosal desfile de clientes. En un día podían comer unas 1500 personas. Una cifra abrumadora. Es cierto que en ese lugar no se servía ningún plato de la comida de la fronda, pero sin ese restaurante, sin ese consumo masivo, no se podría hablar en serio de los preparados clásicos de la gastronomía fluvial que recién, en estos tiempos, están saliendo de su escondite, de su ostracismo impuesto. La comida amazónica todavía espera su oportunidad, como tantas otras cosas de estos reinos del boscaje.

En una de las esquinas de las calles Arica con Brasil hay ahora un vacío enorme, un abismo insalvable. Allí entonces se podía comer muy bien y muy barato. Hoy en Iquitos se pude comer sin gastar mucho en otros lugares, pero muy mal. Tanto que un menú no contenta el apetito y el hambre viene más rápido que inmediatamente. Lo peor es que no dan café como parte de la oferta. No es que defendamos el pasado o que seamos nostálgicos de las cosas que fueron, pero antes, hace poco, los de a pie, la legión de gente del común y corriente, comía mejor y a bajo precio.