Ruanda es uno de los rincones de los muertos de los muchos que hay en el mundo como Ayacucho en los Andes peruanos o el Putumayo en la floresta. Son lugares donde apareció y reinó el mal. Donde todavía hay heridas abiertas y algunas se quieren cerrar. La mañana en Kigali había amanecido algo sombrío, por las nubes cargadas pensé que iba llover pero no llovió esa mañana. Richard un muchacho que trabaja haciendo taxi nos dijo que nos llevaría al Kigali Genocide Memorial, es un lugar que deben visitarlo nos recomendó. Es lo primero que hicimos con él, nos llevó hasta este lugar de la memoria (pienso y hablo en mi monólogo interior que en Iquitos ni otro lugar de la floresta hay un lugar de la memoria y de reflexión de lo que sucedió con el caucho). Sonja había estado el 2007 y no había estado en ese lugar fuerte de emociones. La primera estancia en el museo es en una sala donde nos proyectan un vídeo de unos diez a quince minutos con testimonios de los sobrevivientes. Mientras miraba el vídeo de reojo me percaté que Sonja rompía a llorar – los testigos le hicieron volver casi veinte años atrás y a la memoria le venían las voces de esos hombres y mujeres que narraban la tragedia. Ella en emociones es muy estoica pero no pudo contener el tsunami de emociones y me habló por primera vez de su trabajo en esa época por estas tierras del mal radical (por usar un concepto de Kant). Nos abrazamos con fuerza y continuamos el camino. En el recorrido del museo se muestra la cronología con imágenes y testimonios de lo que sucedió a partir del 7 de abril 1994 cuando ocurrió este genocidio, la palabra se lo debemos a Raphael Lemkin, jurista judío, que fue uno de los elaboraron la Convención contra el genocidio de 1948 que no se cumplió en Ruanda. El mal fue creciendo y enconando de a pocos (los colonizadores alemanes, belgas y franceses tienen mucho que decir sobre este mar encrespado de violencia) entre las etnias predominantes. Esta vez el objetivo eran los tutsis. Fue una violencia brutal y desgarradora. En el corazón del museo se conservan fotografías de muchas de las víctimas. Pero hay una sala casi a oscuras donde se puede ver los cráneos y huesos de víctimas anónimas, casi te coagula la sangre. Es un remezón a la conciencia de lo que las personas humanas podemos hacer con ideas preconcebidas como el odio al diferente y del asco proyectivo. A los tutsis los llamaban cucarachas y debían ser aniquilados era el mantra de esos funestos días. Para agravar este escenario fue la actuación de la comunidad internacional que quitó hierro o importancia a la planificación del genocidio (Koffi Annan jugó un triste y lamentable papel – diplomáticos como éste ganados por el personaje y no por la persona, y con debilidades para las congratulaciones hueras me producen repugnancia). Mataban con machetes. Hubo muertos sí, pero quedaron personas mutiladas, personas con discapacidad, huérfanos, viudas, mujeres violadas. Se asesinaban niños con crueldad a tiros y machetazos. Muchos religiosos fueron cómplices (me recordaba a un cura de triste recuerdo en Ayacucho en pleno conflicto armado interno y haciendo oídos sordos ante las violaciones de derechos humanos). El potencial de los humanos para matar es monstruoso. Ojalá sirva este lugar de la memoria para embridar a las debilidades humanas que llevamos dentro y que nos acosan a cada instante. Ya en el hotel cayó una ráfaga de lluvia tropical ¿nos habremos purificado?