ESCRIBE: Jaime A. Vásquez Valcárcel
*Es el primer año del cumpleaños de uno de los militares más destacados que ya no está físicamente. Su legado, sin embargo, merece no uno sino todo el recuerdo del mundo. De eso trata de crónica, muy personal y sentimental.
Ha sido un militar institucionalista, de los que ya son escasos en la patria. Ha sido un padre que se preocupaba por sus hijos, sobrinos, nietos y bisnietos de los que esta globalización nos va extinguiendo. Ha sido un regionalista que resaltaba las bondades de su tierra focalizado en el equipo de fútbol de CNI de los que ya desaparecieron juntos con la “noble asociación”. Ha sido uno de los tantos padres que aún me manda la vida, reemplazando en momentos cruciales al padre biológico antes y después de la muerte del propio. Ha sido un ejemplo para quien éstas líneas escribe y para contemporáneos, según me han confesado con igual convicción otros familiares a los que en distintas épocas de sus vidas ayudó a ser lo que hoy son.
Era febrero de 1954, cuando ingresó al servicio militar, ya sabía que la disciplina, esfuerzo y dedicación marcaría el derrotero de toda su vida. Cuatro años después, a los 28 años de edad, ingresó a la Guardia Republicana del Perú, de la que nunca se desligó. Fue parte de una tradición militar y policial que es parte del pasado y que servirá a las generaciones del futuro a comprobar que todo tiempo ido fue mejor. Su institución lo era todo. Por eso cuando el entonces Viceministro del Interior, Agustín Mantilla, convocó a él y todos de la promoción “Oscar R. Benavides” a una reunión para explicarles los detalles de “la unificación policial” decidió, a pesar de las invocaciones en contrario de su esposa Sonia, no asistir sabiendo que con eso firmaba su destitución, su pase al retiro que en esa época aprista se hacía público a través del diario “Hoy”. Le dolió la forma cómo “el búfalo aprista” maltrató con total ignorancia a las fuerzas policiales y sus presagios no demoraron en cumplirse y vivió para contarla. Sin embargo, no le era difícil recordar los servicios prestados y la revolución que emprendió en el sistema logístico de “la Republicana” que hasta hoy recuerdan los que dirigieron después esa oficina vital.
Una de las más acertadas decisiones de su hermano, Carlos Toribio, fue convencerlo para que sea padrino del winsho de sus hijos. Habrá sido por eso que, cuando ya radicaba en Europa, fuimos a visitarlo con la mamá Julia Judith, con la esposa e hijos, con las hermanas, en distintas ocasiones y en todas ellas alababa el juego de quienes jugaban en el Barcelona, añoraba la infancia en el fundo Estrella en el Alto Marañón, las vagabundeadas con sus hermanos en un Iquitos esplendoroso de los últimos años de la época del caucho, balata, shiringa, madera y más. Todas esas conversaciones eran un complemento a su vehemencia y perseverancia. Reemplazó al padre, fue el padrino, en toda la extensión de la palabra y con toda su extendida generosidad.
Aunque suene exagerado, jamás hubiera terminado la carrera universitaria sin el apoyo de él, de su familia. Cada vez que recuerdo sus charlas, su afán por el trabajo, su dedicación al estudio cuando en la Policía se ascendía por el conocimiento y la disciplina, su obsesión por mantener vínculos con los suyos, su terquedad necesaria para emprender proyectos en su institución y, ya jubilado, ensimismarse en labores manuales en las que comprometía a quienes deseaba ayudar, le pienso y en esa imaginación le veo caminando por las calles de Iquitos con el cinturón bien puesto, conduciendo el automóvil con parte del codo fuera de la ventana y manejando con una sola mano. O tratando con camaradería a los subalternos sin perder la inevitable jerarquía de ser un oficial que llegó al más alto grado habiendo comenzado como soldado. O jugando al fulbito en “Matamula” seleccionando a su familia y desafiando al combinado de “La Republicana” en donde el partido no se terminaba si él no anotaba uno de los goles, mejor si era del triunfo. O en los domingos en Monterrico donde había mejoramiento de rancho y al despedirse salía hasta la puerta y, con sigilo, nos daba la propina que nos servía para todo el mes. Cómo no ser agradecido con ese hombre que en plena crisis del inolvidable como desastroso gobierno de Alan García, ya sea en actividad o pasado al retiro, tendía la mano generosa a dos de sus sobrinos con la misma bonhomía que lo hacía a todo Vásquez que necesitaba su acción samaritana.
Por todas esas circunstancias, en marzo pasado cuando nos reencontramos con Patricia Vásquez Izaguirre en Barcelona en la previa para visitarlo en Olot, donde había fijado su residencia, ella como presagiando el desenlace final confesó con tristeza que “mi papito está yéndose, un día de vida es como dos años, primitos”, todos entendíamos que se acercaba lo inevitable. Por eso cuando nos despedimos degustando ñutos, suspiros y rosquitas “al estilo del Marañón” que Silvia había preparado con tanto cariño como el que él dio a sus familiares, sabíamos que físicamente su salud estaba deteriorada. Sí, físicamente, por que su ánimo dicharachero, campechano y jovial estaba intacto. Sus bromas a pesar de lo dificultoso que le era expresarse, sus ojos vívidos saboreando los potajes de su infancia, sus palabras entrecortadas recordando pasajes inolvidables con sus hermanos, estaban allí. Cuando recibimos el mensaje de la prima sobre su fallecimiento con el laconismo que el momento obligaba, los que estábamos en un viaje distinto al que él había emprendido dijimos al unísono: Descansa en paz. Descansa en paz, porque como mandó a inscribir en la tumba de la abuela Natividad en Iquitos: “No estoy muerto, estoy dormido, sólo moriré el día que mis seres queridos me olviden”. Nosotros, los que te conocimos, Jaime Humberto, nunca te olvidaremos, no has muerto, estás vivo y no exagero al decir que no hay día que con Mónica hablemos de lo que diste, dejaste y sembraste. Mientras desciendo de la aeronave que me lleva a un lugar del mundo sé que, creyente como eras, has ascendido a estar a la diestra del Padre.