Por: Moisés Panduro Coral
Vine casi adolescente de mi tierra San Martín. En el conjunto de recuerdos imperecederos de mis primeras caminatas por Iquitos, ocupa un lugar preferente aquella tarde de abril de 1976 cuando conocí el río Amazonas.
Mi padre, que había estado en Iquitos en el tiempo que duró su servicio como soldado del Ejército Peruano me contó, cuando niño, lo que significa para el Perú la presencia del río Amazonas en su territorio, y lo que representaba para los iquiteños el antiguo malecón Tarapacá que él tuvo el privilegio de conocer antes que las aguas del monarca de los ríos se llevaran gran parte de su infraestructura original.
En ese atardecer abrileño yo estaba allí, cuatro décadas después de mi padre, pero ya el río se había alejado un poco de su cauce, se empezaba a notar su alejamiento en la menguada velocidad de su corriente. Y del malecón Tarapacá solo quedaban pequeños segmentos como si la inmensa y poderosa mandíbula de un gigante le hubiera arrancado varios trozos a punta de mordiscos.
Al contemplar absorto el gran río pensé en sus tributarios, grandes, medianos y pequeños; con lechos de piedras, unos, y de arena y lodo, otros; éstos, de tono barroso y de color turbio debido al arrastre de sedimentos desde las montañas de la sierra, y aquellos, de tonos azules, oscuros y claros por venir de cuencas de suelos arenosos o rocosos. Llegan caudalosos y pujantes los del norte, y no se quedan atrás los que proceden del sur, trayendo cada uno los sudores y las lágrimas de dolor o de alegría de los pueblos que habitan sus orillas.
Pero todos, sin diferencias de origen, de color ni de caudal, acuden con prisa y sin pausa a la convocatoria de la naturaleza para poner su cuota a la majestuosidad de esta gran corriente de agua que, en los versos inspiradores del compositor amazónico don Julio Elgegren, es una cinta de plata puesta por Dios para adornar el continente sudamericano.
Río y ciudad, agua y malecón, constituyen dos elementos inseparables para la dialéctica interactuante entre la naturaleza y el hombre en Iquitos. Obra divina, los primeros; obra humana, los segundos.
Ese atardecer de abril seguí con mi mirada el trayecto del río hasta su juntura con el horizonte aguas abajo, hacia el lejano este. Me impresioné al imaginarme los miles de kilómetros que recorre desde el bofedal al pie del nevado Quehuisha hasta el inmenso delta que forma brioso en su desembocadura en el océano Atlántico.
Mi mente, entonces, corrió hacia la poesía de Jorge Manrique: “Nuestras vidas son los ríos que van a dar a la mar que es el morir”. Un morir que cuando se trata del río Amazonas no es el morir del fin, sino el morir del nacer a una nueva forma de ser, el prolongar una existencia de aguas, en nubes, en lluvias, en bosques, en seres diversos, en más vida.
“Nuestras vidas son los ríos, nuestras venas sus afluentes, nuestras lágrimas sus arroyos y secarnos es la muerte”, dice un anónimo poeta. Y otro más, con firmeza existencial, agrega que “los hombres son como los ríos, tienen sus barrancos y sus orillas, vienen de otros ríos y desembocan en otros ríos”.
Así es como el río se convierte en la vida de las gentes y de los pueblos. Ciudad y río. Río y ciudad. En Iquitos, aunque aparentemente alejados, el uno es inentendible sin el otro.
(Extraído del libro: “Iquitos, una ciudad y un río”)