Indagación al borde de un crimen
La novela “Fulgor de luciérnagas” de Miguel Donayre, es narrada por un exiliado que vive en Madrid y que regresa a su lugar a indagar el asesinato de un convencido militante de la corriente ecológica. En sus pesquisas, en la búsqueda de la verdad de los luctuosos hechos, recorre lugares y territorios, recuerda hechos y episodios, menciona aciertos y deficiencias de la causa verde. Paisajes y seres se alternan en conflicto o sosiego y describen un mundo turbio donde las cosas demoran en ser conocidas, aclaradas. La indagación propuesta por el personaje es descarnada y ocurre lejos de la industria del postal y el afiche, lejos de las bienvenidas musicales o de las falsas grandezas. En seguida un extracto de la cuarta novela de Miguel Donayre.
LAS PREGUNTAS SIN RESPUESTAS RONDABAN mi cabeza sobre ese asesinato. Recordaba que un viejo profesor en la universidad, en tono de ironía a sus propias clases de Derecho penal, nos apostillaba que si los cacos se apañaran en los detalles de sus fechorías, a los delincuentes no les pillarían nunca. Los sistemas policiales y judiciales andaban obsoletos y en la orfandad plena, desbordados. Todavía la máquina de escribir era el instrumento más preciado. ¿Han leído escritores peruanos de novela negra? Serían de un costumbrismo indigesto. Esas palabras me moqueaban más al saber las dilaciones en el caso del Samiria.
Éramos compañeros de ruta pero Rodrigo y yo marcábamos las diferencias. Le cayó como un tiro que me opusiera, públicamente, a la creación de un área protegida que él proponía porque adolecía de la consulta previa a la población que vivía dentro de esos linderos. Fue en un artículo para una revista de Derecho ambiental.
Esa gacetilla exacerbó su hiel. Se ofendió como una afrenta personal. En una crónica para el diario de la parroquia, me replicó con dureza. Me dijo de todo menos guapo: anacrónico, desinformado, desfasado, desarrollista de pacotilla. Su prosa rebosaba resentimiento y cólera. El de la verdad era él, el resto éramos ignorantes. Se le fue la pinza con sus picotazos, quizás avergonzado de su error, pero ofuscado por su orgullo herido que no pudo más, me quitó la palabra. La amistad se congeló. Nos distanciamos de un momento a otro, como ocurre entre los patas, una palabra mal dicha e interpretada daba pie a esos malentendidos. Marta me pidió que tratara de entenderlo, que de un calentón de boca no se salva nadie. A pesar de eso, le consideraba mi amigo, éramos pocos en esa resistencia, esta resistencia a favor de la naturaleza y andar peleados era una estupidez.
La trágica muerte de los guardabosques inundó los titulares de los diarios. Los que financiaban los proyectos se quedaron desconcertados. No entendían qué pasaba, porque en los reportes mensuales apuntaban que “eran comunidades tranquilas e implicadas, que colaboraban en las actividades planificadas previamente, como el fondo rotatorio de pesca (que liberaba Artemio) o de la explotación racional del aguaje con subidores, no se tumbaba el árbol en la Comunidad de San Miguel y el ejemplo cundía en los colegios”, reseñaba la memoria de los proyectos.
Mientras miraba el paisaje desde el techo del barco al que subí, por cortesía del capitán de la lancha, me llovían preguntas. ¿Hubo móviles pasionales como recurrentemente se rumoreaba en los caseríos? Humberto Parodi me comentó en un correo, Ignacio, me ha dicho un pajarito que fue un lío de faldas de ese muchacho, quién no ha tenido ese pecado venial en esta tierra, me soltaba el chascarrillo. ¿Fueron solamente a rescatar por la fuerza la red decomisada o se les fue la mano? ¿Esa muerte ocultaba otros intereses?