Todavía las octavillas las guardo en mi dietario. Para mí son una joya que dice mucho y tiene múltiples lecturas. En una de mis caminatas por la Puerta de Sol en Madrid, iba muy distraído pensando en cosas de casa y me topé, circunstancialmente, en la boca de metro con un espigado muchacho africano, con una camisa llamativa de colores – me recordaba a los trajes de los hombres africanos en Cotonou, que repartía octavillas y yo cogí una que repartía al paso. Me llevé una sorpresa. Era la de un chaman africano que ofertaba un poco de todo en el mundo de las emociones: reconciliaciones amorosas, baños de buena suerte, brebajes para mejorar la potencia sexual entre otros servicios espirituales. Recuerdo en uno de los mercados más grandes de África, en Cotonou, visité la zona de los herbolarios, una suerte de pasaje Paquito en Isla Grande, pero diez veces más grande, y se veía toda suerte de objetos y utensilios para estos menesteres – hasta murciélagos disecados con cierto mal olor. Mientras leía la octavilla se me venían como imágenes en flashback mi paso por ese mercado en Benín. Doblé la octavilla y la guardé, seguro que tendrá potenciales clientes dije para mis adentros. Luego de unos meses, en una visita rápida a Paris mientras caminaba por Notre Dame, en una de sus calles, recogí otra octavilla que repartía un chico fortachón y de gestos amables, que decía Maitre Michel, Guerisseur y ofertaba los mismos servicios que el de Mamadou de Madrid. Con el añadido que esta vez estaba en plena tierra de Descartes, de la razón, del origen la ilustración hoy tan en cuestión por etnocéntrica y patriarcal entre otros peros. No hay mundos culturales que caminen en puridad. De alguna manera u otra confluyen en los lugares más inesperados como esta vez, mientras caminaba por esas calles parisinas. Cada vez vivimos en mundos híbridos.