Cierto día por mi especialidad me llamaron para trabajar en un encargo, por eso me llamaron quiero pensar. El encargo lo hice con mucha dedicación, pero quien me encargó no estaba satisfecho del producto final. Es decir, que no estaba hecho como él quería. De mi parte había cumplido con todos los pasos que la materia exigía. Pero él no, dale, erre con erre, que no. En esos momentos trataba de identificar con él donde habían sido los errores. Pero él se cerraba en banda, no era como él había querido y se puso a baladrar de mala manera hasta conseguir que se hiciera como él quería, así a las malas. Por su actitud me quedé asombrado y dándole vueltas en mi cabeza por su reacción ¿Por qué en lugar de construir él daba su última palabra?, ¿estaba cuestionando con un pequeño trabajo su estrecho y maltrecho espacio de poder? Realmente como amerindio no lo entendí o si lo entendí pero me hice el longuis ¿pero él no sabía nada de ese encargo por qué al final ordenaba como si lo sabía? Luego lo comprendería porque esta actitud se extiende hasta en la vida académica. Recuerdo que cuando veía televisión, al menos en esta parte de la península, en los programas de discusión política los tertulianos y tertulianas iban a repetir la lección aprendida del tema que toque (en italiano les dicen los tuttologi, los que opinan de todo con mucha cancha y concha – esto último en castellano peruano). Obviamente, no había discusión. A la primera ronda de la discusión ya se lanzaban insultos, desaires, se ignoraban uno al otro, se despellejaban, no se escuchaban, estaban muy embroncados, sonreían con cachita cuando escuchaban la opinión contraria. Era un guirigay intraducible. Cada uno levantaba la voz en tono de última palabra. Esta situación un poco caricaturizada por mi parte es pan del día ¿por qué no se escuchan?, ¿por qué se menosprecian mutuamente? Un caso social patente de construir a través del diálogo ha sido la situación de Cataluña por ambas partes. Era de un aburrimiento supino escuchar gritos y amenazas, actores muy sobreactuados y mediocres. Bueno, esto mismo pasa en Latinoamérica a lo largo y ancho de su latitud. No construimos con el diálogo, más bien este es una buena oportunidad para denostar al otro. Esta actitud el profesor Diego Gambetta lo ha denominado el machismo discursivo. Lo podemos ver a diario en Perú o España, por citar ejemplos cercanos, que los columnistas de opinión pueden comentar de todo desde economía hasta astrofísica sin ningún empacho, Ignacio Sánchez- Cuenca lo llama “La desfachatez intelectual”, gran libro que cartografía a esos machos ibéricos y andinos donde no se salva ni Mario Vargas Llosa. No hay tema vedado para ellos. Hala se lanzan a opinar pero denostando la opinión del contrario. También es muy frecuente que se entrevisten a intelectuales y estos dicten cátedra sobre cualquier situación del país, cual mandarines culturales. Ya para terminar esto de la cultura del machismo discursivo, de quien sienta opinión desde el principio y no la construye, cito la frase de un premio Cervantes en la que dice: “Lo de Cataluña me aburre mucho. Es un coñazo”. No se diga más.
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