[Por: Percy Vílchez Vela].
En una expresión de suprema ironía, el ilustre bardo de Aracataca, el enorme escritor, Gabriel García Márquez, entró en el predio de su leve e inoportuna muerte en Semana Santa. Él mismo, que no era precisamente un creyente, menos un beato de capilla o un sacristán pueblerino, se resignó a irse a la otra banda durante una prestigiosa celebración religiosa. Pero ese aparente error es en realidad una metáfora suprema. En la medida que confirma su Domingo de Resurrección tan pronto se fue para no regresar. No acaban todavía los ritos mortuorios y ayer fueron repartidas sus cálidas cenizas entre México y Colombia, sus dos patrias entrañables. Hoy lunes 20 de abril habrá el primer homenaje en el país que adoptó, como si oficialmente comenzara su existencia inmortal.
En un modesto hotel de París, mientras sufría redactando la novela El coronel no tiene quien le escriba, Gabriel García Márquez confirmó la frase de ese otro maestro de la literatura universal: Jorge Luis Borges que dijo que para cualquier persona arriba el momento en que sabe para siempre quién o qué cosa es. En ese entonces, muchos años antes del tumulto de fama que estalló desde la primera edición de Cien años de soledad, el bardo de Aracataca andaba en el instante más adverso de su prodigiosa existencia, porque estaba lejos de casa, era un desocupado más, carecía de dinero contante y de sueldo y comía poco y mal, pero insistía en escribir. Es posible que algún otro escritor, menos dotado, con pocos volcanes adentro, hubiera buscado de inmediato otra labor para huir de la intemperie cotidiana y del abismo amenazante para asegurar sus días y así hubiera dedicado menos tiempo a esa ardiente y dominante pasión de hervores.
La primera lección que deja el reciente fallecido es la radicalización en el arte de la escritura, a lo menos para mí. Porque estaba en el infierno de la adversidad más acusada. En ese infortunio en vez de huir, se volvió más obsesivo que nunca. Allí, en París, comenzó a afirmar su inmortalidad. Porque encontró su destino explotando hasta el último latido la vocación natural, la abundante madera de su vocación mayor, que arribó hasta el 2005 cuando, como siempre, se sentaba desde las 9 de la mañana hasta las 3 de la tarde para escribir, pero en ese año supo que no tenía nada más que decir y se apartó de la vida en sociedad. Para nosotros entonces esa ciudad prestigiosa es la clave de vocación, de su aplastante éxito literario que es fundamentalmente ir hasta el fondo y hasta el final. Porque un escritor no necesita nada más que lápiz o papel y su misión no es ganar dinero, conquistar lectores o ganar más hembras. Es aprovecharse al máximo, explotarse sin descanso y vaciarse por entero y hasta siempre jamás. El resto llega o no llega pero no es tan importante.
El prestigio de tan brillante escriba era tan grande que este cronista le conoció en Panguana Primera Zona, cuando era niño. No leyendo cualquiera de sus libros, sino escuchando una canción que se llamaba justamente Macondo y que era sentida inspiración de un peruano que se alucinó cuando leyó su obra más mayor: Daniel Camino Diez Canseco. Después de leer dicha obra en el quinto año de secundaria mi veredicto fue que el autor era un mago que escribió en una maquina mágica las existencias mágicas de incontables seres. En la sorprendente aplicación de la relectura he acabado la misma obra mayor de cualquier literatura hará unos dos meses. Mi temor antes de abrir esas páginas de fábula escrita era de que hubiera envejecido. Pero, por fortuna, parecía mejor que la última vez que lo leí hacía más o menos dos años.
En realidad, Gabriel García no inventó nada nuevo, ni fue el iniciador de una vertiente literaria, tampoco el fundador de otra lectura de la realidad, sino que aprovechó hasta el último latido una tradición que existe desde hace siglos en Latinoamérica y muchas partes del mundo. Es decir, escaló hasta la cumbre del llamado Realismo mágico. Para hacer esa proeza tuvo que cambiar de rumbo, renunciar al realismo convencional y regresar a lo oral de su cuna natal, a las primeras experiencias en su primera semilla, para innovar la escritura universal, sin fundar una nueva tendencia o una escuela de las letras como ya dijimos.
En la literatura universal esa opción no es escasa. El enorme Wiliam Shakespeare, el eterno Miguel de Cervantes, el tan moderno James Joyce y tantos otros hicieron algo parecido al premio Nobel colombiano. El primero agarraba cualquier historia que no le parecía explotada al máximo y le ponía su sello inconfundible, el segundo dinamitó la tradición al burlarse con brillantez de las novelas de caballería y el tercero se basó en escrituras distintas que al combinarlas dieron como resultado el inmortal Ulises. Ello nos demuestra que la originalidad puede no estar cerca de adanes a través de las generaciones. Por ejemplo, uno de los que inventaron el Surrealismo, André Breton, escribió impecables teorías sobre esa corriente, pero nunca pudo hacer nada formidable, mientras otros fueron los que dieron brillo a esa vertiente creando con el tiempo una importante tradición.
En otra parte he escrito, he repetido verbalmente, que escritura es demencia o no es nada. La frase salió del radicalismo obsesivo y provechoso de Gabriel García Márquez. Y no tiene nada que ver con las perdidas de uno o varios tornillos, con hacerse el loco o con una habitación en el manicomio, sino con la exageración diaria, con la rigurosidad permanente, en la dedicación a la escribanía, donde una parte esencial es el ejercicio de la lectura. En el presente, mientras viajan sus cenizas a su país. Nada he cambiado y sigo pensando lo mismo. O sea que estoy convencido que el arte es largo y la vida corta y no se puede hacer dos cosas a la vez. Desde luego ello es una opción privada y personal de acuerdo a la propia persona, pues hay ejemplos de que sí se puede, pero eso es otra cuestión.
Las frases que de vez en cuando Gabriel García Márquez lanzaba contra la fama, un tiempo me parecieron exageradas o una evidencia de vanidad. Hoy creo que tenía toda la razón del mundo. Nadie sabe la tortura que es el prestigio si no lo padece en carne propia. Lo dicen algunos que han sufrido su asalto y su suplicio. Él dijo que tuvo que defenderse de la fama con uñas y garras para no ser perturbado por su bullicio y las agendas de las editoras donde destaca el legítimo índice de ventas. Esa actitud demuestra que a un escritor solo debería importarle la ejecución de su obra. Él se salvó a tiempo y pudo seguir escribiendo otras obras maestras. La lección es clara y contundente y consiste en evitar lo más posible alejarse de la propia ruta debido a asaltos de prestigios, dineros, bellas damas. Ello también, por supuesto, es una interpretación personal de lo valioso que deja un hombre que murió un Jueves Santo.
En su brillante existencia Gabriel García Márquez fue siempre fiel a su fosforescente vocación. En sus malas horas, que no fueron pocas antes del estallido de esa montaña que es Cien años de soledad, no persiguió ningún título académico, ninguna condecoración prestigiosa, fuera del ejercicio de la escritura. Todo lo ganó desde su máquina de escribir y después desde su computadora. ¿Dónde hay otro ejemplo mejor en cualquier parte de cómo enfrentarse a ese fuego aniquilador, a ese furor perpetuo que es la escritura? Posiblemente en otra parte, en algún lugar del mítico Macondo, pero mejor es seguir el mejor ejemplo a la vista y en la propia lengua.
El poeta Luis Cernuda Bidón dijo alguna vez que en España escribir era morir. La frase nos dice que en ninguna parte de la tierra es fácil dedicarse en serio a oficio tan arduo. El grande Gabriel García Márquez contó en alguna parte que para seguir con rigor en su profesión de las letras, tuvo que hacer concesiones indeseables como ciertas pellejerías, algunas trampas, tantas cosas que jamás hubiera hecho de no vivir en el calvario de la escribanía. Los tres años de padecimientos y amarguras del París de entonces donde tenía que pedir prestado el hueso al carnicero para hacer una escuálida sopa, es una buena prueba de ello. Esos episodios indignos, en el fondo, fueron como pruebas de fuego, pagos a las diosas de la literatura, para que piedra sobre piedra, ladrillo tras ladrillo, construyera el edificio de su magno itinerario donde queda la infraestructura de su obra repartida entre crónicas periodísticas, cuentos y novelas que no se pueden olvidar y que posiblemente no olvidan los venideros, salvo algún imprevisto que no alcanzamos a adivinar todavía.
Entonces, de la lectura de esta crónica resalta que el autor considera a Gabriel García Márquez como un maestro permanente que empezó a conocer en su humilde aldea rural cuando no sabía que su destino era la escribanía. Desde ahora en adelante digo que no lo leeré más. Ahora me dedicaré a releerle con más frecuencia, pensando acaso en la ceniza que quedó de él y que desde este momento algunos comienzan a pedir como iniciando una disputa. El actual alcalde de Aracataca, por ejemplo. Es decir, vuelve a pasar lo mismo con un grande: que caiga en terrenos ajenos a su profesión. Nadie ha pensado iniciar una campaña de lectura para que el extinto sea conocido y no solamente citado a cada rato sin haber frecuentado ninguna de las tantas buenas y grandes obras del mago que murió mágicamente, en el tiempo de una fiesta religiosa, repitiendo un suceso digno de su prodigioso estilo.