ESCRIBE: Jaime A. Vásquez Valcárcel
La muerte repentina de Germán nos ha evidenciado una muerte en lenta agonía: la vida de barrio. La mayoría de muestras de cariño hacia el fallecido han llegado de quienes lo conocieron en la infancia y adolescencia. Hay también de quienes, ya adultos, compartieron con él momentos imborrables. Sesentón con llegada interrumpida cerca de los setenta, Germán fue toda su vida un vecino de la Putumayo, esa calle legendaria que alcanzó su apogeo por la construcción del coliseo de Iquitos y la instalación del estadio. No hacía mucha vida de barrio en la octava cuadra, pero, bicicleta mediante, se trasladaba a la urba Sargento Lores y a la cuadra 12 de Calvo de Araujo, con todos sus compinches. Entiéndase compinches a esos jovenzuelos que mataperreaban en las calles jugando ampay escondido e intercambiando enamoradas, con la ingenuidad que aquellos tiempos marcaban y que para muchos de ellos fue el preludio de infidelidades impropias cuando ya adultos.
Junto con toda su collera, Germán ha pertenecido a ese grupo que salía en mancha a bicicletear, cuando los motocarristas aún no habían convertido a Iquitos en el caos vehicular que actualmente es. Hijo de uno de los más grandes locutores y periodistas de la época, cuando era infrecuente ser ambas cosas, porque, para lo primero, se necesita una natural buena voz y, para lo segundo, se requería escribir para hablar y cada segundo de pauta merecía minutos, sino horas, de trabajo previo. Homónimo de su padre, era lógico que la fama del creador de sus días fuera heredada por él. Además, fue quien siguió viviendo en el mismo lugar en el que papá Germán había instalado una antena de Radioaficionado que para los jóvenes de hoy, entretenidos en la IA, sonará a prehistoria.
Como la mayoría de su cofradía, Germán era un deportista multifacético. Futbolista y basquetbolista. Frontonista, también. Si no incursionó en el vóley seguro habrá sido porque en el tiempo de su juventud practicar ese deporte era visto como un signo de mariconada que el mismo barrio se encargaba de difundir. Destacó en el deporte. Dentro y fuera del colegio San Agustín, en el que fue seleccionado. Era picón. No pillo. Los que somos ambas cosas sabemos de lo que hablamos. No le gustaba perder. No hay deportista que le guste perder, quien diga lo contrario ya no es deportista. Hasta cuando competía espontáneamente por las calles de Iquitos en su bicicleta le gustaba llegar primero. Haciendo caballito y conduciendo más de una cuadra en una sola rueda, los que vivíamos en la cuadra 10 de la Putumayo teníamos que detener el juego de la pelota no sólo porque causaba admiración. sino porque interrumpía con su aparición intempestiva “doblando la Alzamora”.
Cuando muchos años después lo reencontré en reuniones de amigos en común, los temas inevitables eran el barrio y el legado de su padre. En ambas llevaba anécdotas que iban desde las palomilladas hasta los instrumentos radiofónicos. Y por allí se deslizaba, a veces imperceptiblemente, esos amores contrariados de la niñez y de la adolescencia que le había tocado vivir. Cuando eso sucedía era, para muchos que lo conocieron más que quien escribe estas líneas, inevitable recordar uno de los temas del tercer Long Play de uno de los intérpretes españoles que, según propia confesión, llevó a la cama a más de tres mil mujeres.
Luego de confirmar su muerte y antes de publicar con una fuerte dosis de dolor la noticia de su fallecimiento, han venido a mi mente las miles de imágenes de Germán deportista, de Germán trabajador petrolero, de Germán picón, de Germán ser humano, de Germán abuelo que en el fondo lo que más quería heredar a su prole era el apellido Peralta Abreu llevado con orgullo y, claro, ser hincha de Universitario de Deportes. Ambas cosas creo que lo ha logrado. Y si algo demuestra su repentina muerte es que la vida de barrio en Iquitos se está yendo porque hemos dejado de lado las cosas sencillas y estamos cada vez más preocupados en las rencillas, propias y ajenas. Descanse en paz, Germán.