Con el frío húmedo de Buenos Aires nos encaminamos al aeropuerto de Ezeiza- Ministro Pistarini para tomar el vuelo, muy de mañana, hacia la ciudad de Formosa casi en la frontera con Paraguay, y topográficamente, en un lugar de chaco. Desde el avión se puede divisar mucho verde y agua como cochas de todas las dimensiones. Características propiamente del chaco (aunque confieso que chaco en mi narrativa personal hacía alusión a una apacible playa en la bahía de Paracas que disfrutaba cuando era niño en Pisco). El vuelo dura casi una hora y media y fue muy tranquilo. Nos habían dicho que en la ciudad hacía un calor casi intolerable. Para nuestro bienestar el tiempo con que nos recibió la ciudad era muy fresco, te podías poner una chompa y no pasaba nada. Mi sensación era la de una rana en un gran estanque. Mientras íbamos en el taxi lo verde y su vegetación me transportaba a un lugar de la floresta. También el dejo porteño se diluía con una tonada entre argentino y paraguayo, una mezcla muy singular y llamativa. Eso se tiene de bueno de vivir en zonas de frontera donde se convive en un mangle cultural y diverso. Es un caldo de cocido muy vital. Se pueden beber de diferentes aguas. Las ciudades como Formosa demuestran y muestran el absorbente Estado centralizado de nuestros países, que ahogan a los que viven en la periferia o, simplemente, no se sabe qué hacer con ellos. Una cuestión llamativa era el uso de alguna toponimia quechua como era el caso del rio Pilcomayo y también la presencia de los integrantes de pueblos indígenas que están reivindicando el derecho a la tierra, el acceso a una buena calidad de servicios de salud, a su idioma entre otros. Los pueblos Wichi, Toba y Pilaga están presentes y reivindicando, como pueden, sus derechos. Sí, Formosa descepa las mentes de aquellos que miran a Argentina solo a través de Buenos Aires, es mucho más. Es un país diverso, contradictorio, de muchas voces y con ganas que todo cambie.
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