Andrea Todde Escritora y escolar
Cuando Martina sugirió subir la pirámide, creí que estaba bromeando. Yo llevaba varias semanas con muletas, y la pirámide, la cual se encontraba en el Cairo, en Egipto, parecía el doble de alta que mi casa.
«No creo que pueda,» admití. «¿Por qué?» Se extraño mi hermanastra, frunciendo el ceño.
«Quizás no lo hayas notado,» le dije, girando los ojos. «Pero tengo un pie roto.» «¿Y qué?» Atajó ella. «La gente subía pirámides con pies rotos todo el tiempo.» «¿A quién conoces que haya hecho eso?» Le pegunté, arqueando las cejas. «No cambies de tema,» dijo Martina rápidamente. «¡Estamos en Egipto! Tenemos que aprovecharlo. Venga, anímate.»
No sé cómo logró convencerme, pero finalmente me di por vencida y seguí a mi hermanastra dentro de la pirámide. Recuérdenme nunca volver a hacerle caso de nuevo.
Había una escalera bastante empinada, y varios grupos de personas estaban intentando subirla al mismo tiempo. Parecía imposible que dos niñas de trece años pudieran subir sin ser aplastadas como hormigas. «Bueno, lo intentamos,» anuncié, dando la vuelta para marcharme, pero Martina me agarró del hombro.
«Ya no hay vuelta atrás,» me dijo seriamente, como si la salida no estuviera a dos metros de mi, y me jaló hacia la multitud. Para evitar matarnos dentro de una pirámide seguimos a un grupo de turistas por las escaleras, intentando no empujar a nadie a nuestro alrededor.
¿Tienen una idea lo que es subir una pirámide entera por dentro en muletas? Apesta. No lo intenten jamás. Esa es una de las únicas lecciones que les puedo dar a mi edad. Esa, y que no coman arroz crudo.
En un momento dado, la fila paró de moverse, y los turistas atrás mío empezaron a quejarse en lo que creo que era japonés. Busqué el motivo de la súbita parada para encontrar a Martina sentada en un escalón atándose los cordones y bloqueando las escaleras. «¿Qué rayos haces?» Le pregunté, indignada. «¿Que parece que estoy haciendo?» Replicó, sin sacar la mirada de sus zapatos. «Me ato las zapatillas.»
«¿Te parece el momento?» Insistí, ignorando al hombre que le estaba gritando a Martina desde atrás mío. «Estás bloqueando el paso. Hay que apurarnos. Hay demasiado polvo aquí.» «¿Ahora resulta que el polvo es venenoso?» Preguntó Martina con una sonrisa burlona.
«No pero yo soy asmática,» repliqué. «Así que apúrate a menos que le quieras explicar a mi mamá cómo me dejaste morir en plena escalera.» Martina soltó un gruñido .Se paró y siguió subiendo. «¿Qué crees que haya en la punta?» Pregunté mientras subíamos los escalones.
«Quizás haya una momia,» Sugirió mi hermanastra. «Quizás sea una de esas que hay en las películas que revive y te persigue.»
«No sé que es peor,» admití, intentando no reír. «Que creas que eso podría pasar en la vida real, o que sea lo más inteligente que has dicho todo el día.» «Cállate,» atajó ella, y seguimos subiendo hasta la punta. Una vez llegamos a la punta, entramos a un cuartito pequeño.
«Me tienes que estar bromeando,» murmuró Martina, mirando el interior. No habían momias, pero en lugar de eso habían cinco hombres vestidos en lo que parecía bolsas de papas, tocando música con guitarras en un círculo y cantando a gritos. Había un fuerte olor a quemado.
Martina y yo bajamos rápidamente la pirámide, un poco decepcionadas, y salimos afuera, donde yo aspiré aire rápidamente, como si fuera lo más maravilloso del mundo.
«¿Que aprendimos hoy?» Le pregunté a Martina, quien sacudía la tierra de sus zapatos.
«Que las momias no existen,» respondió, abatida. «¿Y que mas?» «Que a la punta de una pirámide hay un grupo de hippies cantando horrible.»
«Yo iba a decir que aprendimos a nunca hacerte caso,» le dije, encogiéndome de hombros. «Pero eso también es útil.