SIN BOMBOS, PLATILLOS NI APLAUSOS
En homenaje a Jefferson
He visto navegar a la literatura amazónica por riachuelos, lagos, cochas y tahuampas; entre el rumor del viento que juega con la copa de los árboles; viajar entre aves multicolores, la tempestad, la lluvia, el trueno, el rayo, los busilos, el sereno, la shullma y la brisa. La he visto naufragar en el río tras su viaje en su canoíta de catahua. Desvestirse de miedo frente al tigre u otorongo, la boa; esconderse del chullachaqui que roba a las personas y sus mentes o sentarse en la temible raya mama y “volar” por los confines del reino acuático.
La perfumaron con flores aprovechando el exotismo tropical, la pintaron de arco iris durante y después de las lluvias, tras una caminata por la cocha. La he visto y sentido sufrir al lado de los indígenas, entre sus tradiciones y costumbres: virotes y flechas rojas y anaranjadas de achiote; dibujando mujeres de sueño (y ensueño), tratando con el arpón de la historia los rostros de los mañanas (y las mañanas), de las tardes y de las noches silvestres.
He visto mecerse con el viento como en una hamaca tropical, como “el lento rumor con que muere una ola”. Lo v i sufrir, marchitarse y marcharse, alejarse para luego regresar con otras vestiduras; destruyéndose y reconstruyéndose. Lo vi surcar las rutas del fango: caucheros, gomeros, lecheros, regatones, exploradores, madereros, buscadores de todo tipo de oros y tesoros. Lo vi charlar con el jaguar que de pronto se volvió su engreído, con el chullapié, con la yara, con el yacuruna, con los búhos, con los urcututos, con las orugas y lanzarse al río de Javier, así de la nada, de un de repente.
Dramáticamente tembló con las descargas de los avantcargas, petardos asesinos de la historia, ante el silbido de los chicotes que tatuaron en las espaldas los grabados de la desidia, los zumbidos de los dardos enlistados en los cargajos. Temió el cepo, el jachit silenciador de gargantas. La he visto transitar y migrar transigida mente. En el camino se detuvo un momento y se inclinó para recoger la leche del tiempo, de un tiempo que se cubrió de cieno, humo, plomo y muerte: tempestad; tábanos, zánganos, moscos, gusanos y buitres entrometidos.
Hace unos años la dejé transitando por una boca vorágine: quebradas, matorrales, renacales terminaban por atolondrarla tanto que terminó acoderada, arrimada, acostad en la orilla de algún barranco, escuchando alguna canción embrujadora. También agonizo con el canto de la chicua, malagüera de porvenir y destino.
He visto morir a la literatura por los certeros disparos de los obuses. Lo vi sofocarse una tarde soleada o tiritar de frío una mañana lluviosa. (Igual da) ha recorrido el campamento del desdén insultando a sus naturales y a su Mamá Grande, a la fémina representante de las mujeres de la floresta, madre de todas las honras; he visto con furia el destino de sus fieras barbudas que escapaban rascándose la panza sin un rasguño; patrones matones y capataces estancados en sus viejas mecedoras de sus patios humeando sus recuerdos en las firmes pipas de palisangre. ¡Lo he todo! ¡Oh, hoja sabia sigue regalándome el talento de tu visión!
No la he visto caminar entre pirañas, adolescentes alquiladoras de su inmaduro vientre (¿será una realidad que nos da miedo mirar?) enfrentándose a la noche, a las vampiresas que corrompen, que lesionan la tranquilidad del descanso con sus risas estridentes y sus aromas picantes, con sus vestidos diminutos (que a todos nos gusta). No he leído algún registro con metáforas pachangueras, descripciones de esquinas bullangueras, donde el alcohol y la risa son los matices cotidianos, donde la cebada, el humo es una tempestad que efluye sudor. No he leído descripciones de cuerpos que a la luz de la madrugada escapan bamboleándose tras el neón y cuerpos bañados en maquillaje. No lo he visto viajar por el interior (intimidad) de la ciudad, del amor distorsionado que se consume y consuma a cambio de algunos billetes.
No relata los cambios que sufrió la ciudad tras tanto “progreso”, con sus calles cataclísmicas y sus huestes desolladas. Intenté descubrir un cuadro pueblerino, barriandelo y sólo Lequerica me responde desde la frialdad de su morada aventándome su sombrero de jipijapa, su falda remangada por algún vientecillo picarón aprovechando las desprevenidas razones de Lucía o a propósito. Éstas hacen el esfuerzo de mostrase pero no logran su cometido. Quise ver las plazas y sus habitantes nocturnos, Panaifo, el burrito y Soregui, me responden con sus drogadictos, sus machinadas, sus parricidas y tramposos, sus soldados y hombres caricaturizados como nosotros mismos.
Entonces decidí escribirte, escribir y retratarte en tu miseria, en tu pobre belleza; decidí pintarte como un verdadero realista, para que nadie se queje para que te tengan miedo, pudor y lástima; sin fingir; decidí atraparte con todos tus pirañitas y lustrabotas, tus putas y maricones, escapando de las plazas, escurriéndose en las mazmorras de la ciudad como verdaderos illucuchis cuando llegan los verdaderos gatos con cachiporra y quepí. Niños sudorosos y malcomidos acurrucado en el regazo de algún extranjero en las veredas del Dorado para tratar de huir del hambre. Decidí escribirte mujer; madre y amor, amante universal, puta con tu pareja, mujer de sacrificio y tentación; escribirte y rogar que mis emociones te completen y no se pierdan en el laberinto de la censura. Relatarte mi ciudad madre sin mesura, con tus aciertos, deseos, con tus dioses y demonios; con toda tu humanidad, para conocerte y conocernos más y querernos siempre a pesar que esta historia “está a punto de acabar” y tan tuya como de cualquiera.
Los que llegamos después aprendimos a esperar en la bibliotecas, aprendimos a perder los sentidos para no ser normales, la memoria se nos volvió un hueso duro; aprendimos a tener sordera, a que la luz estridente empañara nuestra lucidez, a que el mañana fuera una esperanza y la tengamos paciencia y fe. Porque la paciencia nos había enseñado que no tardaría en aparecer algo importante para nosotros, para el joven, para la humanidad, para el mundo. Así aprendimos a escuchar en silencio. El lápiz se había convertido en espada y el oído en una excelente virtud. Los otros fueron nuestros enemigos. El papel, el campo de batalla. Ocho años después veríamos la luz.
Jefferson ocupó el segundo lugar en un concurso de poesía y yo engendré mi primer hijo.
SUPERSTICIONES URBANAS, Virus gráfico. Edición 2004. 1000 ejemplares, libro del cual no estoy tan orgulloso como quisiera, pero que representa todo ese momento de emoción contenida durante varios años.
No quiero ni aspiro fama, sólo quiero ser un artesano de la vida. Que mis letras sean los ríos que nos lleven a otro puerto, a otra vida superior. Construir sueños ideales de porvenir, un porvenir que acaso no he disfrutado a plenitud cuando era niño, que me fue arrebatado antes de nacer. Contribuir con ideas. Construir ideas, pensamientos, posibilidades, espacios para conocer, para conocernos y reconocernos humanos; amar y amarnos más vivos.
San Juan, 10 de noviembre del 2004