En el nombre del padre.
En el nombre del padre, del hijo y del espíritu santo. Todos algunas vez habremos escuchado o pronunciado esta frase. ¿Y qué significa? Según el cristal con que se lo mire. Subjetivamente. El mío nació en 1928 y murió en 1999. Y si me pregunta qué fue lo más valioso que dejó en su paso por estas tierras les digo automáticamente: la capacidad de trabajo. Se levantaba, en sus buenos y mejores tiempos, antes de las seis de la mañana para las tareas diarias. Su ocupación era cerrajero. Trabajaba con los fierros, donde era diestro haciendo ventanas y puertas y se ganaba la vida confeccionando sillas con fibra de plástico. Fue, junto a su hermano, un pionero en el rubro.
Apasionado aficionado al deporte. Sobre todo los que tuvieran que ver con la pelota. Fue dirigente –lo que más recuerdo es su paso por la Comisión de Árbitros que seleccionaba a los árbitros para los partidos. Quizás su creación más heroica e inmortal sea la formación del equipo de fulbito –que era el pretexto perfecto para que convierta sus salidas en fulvaso- “seis diablos” que marcó la niñez de los suyos y los demás.
Cada vez que me preguntó qué imagen tengo de ese hombre que murió a los 72 años, me respondo en mi soledad: sudando a chorros, con la frente mojada y la camisa empapada mientras padecía con los fierros retorcidos y de cuando en cuando una pitada al cigarrito colocado en la mesa, a pocos centímetros de la taza de café que él mismo se preparaba. Instantáneamente me viene esa imagen. Otras más también: divirtiéndose de lo lindo en la tribuna oriente del estadio “Max Augustín” con su collera de contemporáneos que en el entretiempo de cada partido nocturno se castigaban con los chorizos, cecinas y tacachos que los menores nos encargábamos de comprar.
Fue un buen tipo mi viejo. Un tipaso. Con sus defectos y virtudes. Con sus carencias y opulencias. Con su ausencia y presencia. Fue un buen tipo. Y por estos días –cuando si viviera nos tomaríamos unos tragos celebrando sus 85 años y la pasaríamos fenomenal hablando de sus dieciséis nietos, de las cuatro mujeres que engendró junto a Julia Judith y de los bisnietos que le mandará el destino- le he recordado más que otras veces. En estos caminos de la vida le encontré rebosante junto a su nieta Giulia allá por Milán y hace un par de semanas me sorprendió en Bilbao con una de sus sorpresivas pesadillas con las que me visita cada vez que se acerca una fecha importante para él y para nosotros.
Es en el nombre de ese padre que yo rezo espontáneamente algunos padresnuestros. Para que su espíritu siempre proteja a la estirpe que él se encargó en procrear y que le sabemos presente con su catolicismo indiferente, con sus muestras de cariño esporádicas pero necesarias, con sus rabietas genéticas que iban de acuerdo al momento económico que siempre eran un poco flacos. Es en el nombre de ese padre que al borde de las cinco décadas miro cómo se pasa la vida.