Si a los de mi generación los preguntaran qué recuerdan del paso por las aulas de Primaria estoy seguro que la mayoría diría que es una fotografía que a fin de año se tomaban individual y en grupo como retrato preestablecido y que comenzaba adornando la sala de todos los hogares hasta perderse en algún rincón para luego desaparecer. Es decir, hay momentos en la vida escolar que, no por efímeros y lúdicos, marcan la existencia y regresan a la memoria cada cierto tiempo. Ese retrato era seguramente la idea de un comerciante que jugaba mucho al sentimiento, pues si la memoria no me es esquiva esos retratistas llegaban desde otras ciudades y recorrían el Perú entero haciendo aquello años por años. Hoy, con la llegada de la tecnología, esos retratos se han vuelto obsoletos.
Esa foto que yo me tomé en las aulas del CE 60054 –que luego se transformaría en Colegio Silfo Alván del Castillo- vino a mi memoria la mañana de ayer cuando participé ansiosamente en la inauguración de la muestra fotográfica sobre la época del caucho en el Colegio Nuestra Señora de Loreto. Y al ver a tantos jóvenes reunidos se impregnó de mi mente aquellos años que viví en la décima cuadra de la calle Tambo –que luego se transformaría en Calvo de Araujo- y las aulas dominaban mi pensamiento y comportamiento.
Porque en la mente de los jóvenes debe quedar esas imágenes de lo que sucedió en El Putumayo y sus afluentes y a partir de ello que escriban lo que piensan y sienten. Estoy segurísimo que después de observar esas imágenes ningún adolescente será indiferente. Ya sucedió en el CNI. También en el San Agustín. Hoy en Nuestra Señora de Loreto y luego en el MORB y así en diez colegios de Iquitos. Y eso que se obvia otras ciudades por problemas que siempre tienen este tipo de proyectos. Pero no hay tiempo para lamentos.
No dudo que en cualquier joven que mire las imágenes que se muestran les será ajena la perplejidad y la solidaridad. Quien esto escribe ha tenido la oportunidad de escuchar los testimonios de quienes observaron las fotos y créanme que he quedado gratamente sorprendido. Lo primero porque prejuiciosamente uno piensa que los alumnos están generalizados con lo superfluo e intrascendente. Lo segundo porque uno cree –felizmente equivocado- que las aguas están mansas en la población estudiantil. Seguramente porque está un poco alejada de ella. Pero la sorpresa es alentadora porque hay capacidad para la protesta y con ello está un paso la indignación que produce en un joven el conocer que hace poco más de un siglo en estas tierras se han producido los crímenes más horrendos, los vejámenes más indescriptibles y las matanzas más crueles. Y después de ello viene la reflexión que, además, es premiada.
Se va haciendo camino al andar. Como el caminante. Ya sea con la lectura o ya sea con las exposiciones creemos que navegamos por las aguas correctas del conocimiento. Eso es lo que recordé la mañana de ayer en ese colegio parroquial. No es poco, les aseguro.