Este país en el que vivo las últimas dos décadas, en el sur de Europa, es brutalmente emocional. Se puede ver que entre las elecciones generales, las europeas, autonómicas (en algunas Comunidades Autónomas) y las locales, las emociones han estado a flor de piel. Y estas, las emociones, han dado bandazos según cómo eran zarandeadas. No se vota por razones sino como están caldeadas las emociones. La palestra está inundada que mucha toxicidad, que cuesta leer las ideas que se exponen. Un país que ha digerido de mala manera el proceso de transición a la democracia arroja los resultados electorales que tenemos; fue un proceso tortuoso, quien desalojó el poder logró negociar algunos espacios de impunidad que se puede observar en ciertas instituciones, por ejemplo, el poder judicial, la Junta electoral entre otras. En este Reino convulso por los procesos territoriales como el de Cataluña, la extrema derecha ha emergido en este proceso con la pierna en alto y repartiendo golpes a diestra y siniestra, de zafias maneras y contra todo lo políticamente correcto: contra las mujeres que enarbolan el feminismo- uno de sus líderes las ha llamado feas, contra la inmigración porque ellos y ellas (sí, también hay mujeres que secundan estas ideas) por sus ideas supremacistas de viejo cuño ibérico como llamar al enfoque de género como ideología de género como si las ideas que ellos enarbolan no son ideología, contra el cambio climático entre otras perlas. Europa crea sus propios demonios, como representaba Goya en uno de sus cuadros – miremos lo que sucede en Inglaterra con el Brexit o que en la cámara europea haya representantes de euroescépticos y de aquellos que no creen en Europa. Con todos estos movimientos telúricos de gran calado, España no es ajena a este proceso de ir creando supays (demonios) como la irrupción de la extrema derecha en el Parlamento. Con toda la historia de Europa y de España como las guerras mundiales y civiles parece que no se aprende nada.

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