El consejero Fernando Valencia, después de ser expulsado de la organización que le llevó al pequeño poder de provincia, perdió toda contención  y control sobre sus actos mínimos. Aferrado al régimen de turno, embarcado en seguir perrunamente al gobernador, se convirtió en su sombra. Las 24 horas del día, estuviera donde estuviera,  repetía los gestos, las palabras y las metidas de pata de Fernando Meléndez. Era un calco y una copia de su nuevo mentor y así mismo perdía su tiempo al seguirle a todas partes convertido en franelista, en su chofer, en su mayordomo, en su mozo, en el que le abría la puerta y le ponía la alfombra. Todas esas funciones denigrantes lo hacía  dejando  de realizar las funciones para los que fue elegido en mala hora.

 

El llanero ya no era ni solitario ni solidario, sino un simple rastrero sin ninguna vergüenza, un penoso repetidor de los actos ajenos, un declarado lacayo del hombre que le pervirtió.  Después, descontento de su sobonería,  considerando que su adhesión era insuficiente y que en cualquier momento le podían expulsar de su nueva agrupación política, mandó componer canciones para agasajar o ensalzar o endiosar a su nuevo líder.  En ese rubro gastó buena cantidad de dinero y se convirtió en cantante eventual que con pompa hacia sus presentaciones en lugares bailables de la ciudad de Iquitos.

 

El negocio canoro no le fue nada bien y perdió una buena cantidad de dinero mal habido  y, como quería seguir sobando en pago de los beneficios recibidos, tuvo que adquirir ingentes cantidades de gorras para regalar a las personas de toda condición en nombre de Fernando Meléndez. El tiempo pasó. Las cosas se acabaron y se acabó el poder y Fernando Valencia, arruinado y todo,  fue bajado del camión del Mil. En la actualidad, vive apenas vendiendo gorras en el mercado de Belén.