En una aldea de la frontera amazónica fue visto cierta vez el gobernador Fernando Meléndez. El alto funcionario iba de prisa y no podía conceder entrevistas debido a que cargaba pelotas, redes de vóley, mochilas escolares, ojotas de cuero, pescados eviscerados y otros bienes para ser entregados en forma gratuita a los remotos pobladores de esa zona tradicionalmente abandonada por los gobiernos de todos los turnos y pelajes. Luego de improvisadas reuniones con los moradores procedía a entregar las donaciones y tras un opíparo almuerzo a base de atún del adulto mayor, partía a pie, a solas, con destino a otros lugares fronterizos.
En esas funciones gubernamentales el licenciado demoró más de cinco meses. Iba y venía a través de la fronda y no le detenían ni las lluvias, ni los soles, ni los insectos, ni los reptiles que aparecían en su ruta. En todo ese tiempo no dejó de entregar algo a todo aquel habitante de esa zona sin resguardo ni atención. Había decidido llevar personalmente las donaciones a esos lugares ya que se rumoreaba que los anteriores regalos que había enviado no llegaban a su destino. No se trataba de incentivar a los pobladores debido a que se aproximaba una elección. Era simplemente la ejecución de su plan de atención a los sectores menos favorecidos de la extensa región de las verdes verduras.
Cuando terminó con su misión fronteriza, el gobernador ya no volvió a su despacho u oficina, como esperaban con impaciencia sus ayayeros o servidores, sino que pasó de largo por Iquitos y se dedicó a viajar por distintos lugares de la tierra. De esa manera nunca atendió a las personas y entidades que desde hacía tiempo tenían una cita con él. El máximo puesto de gobernador quedó así vacío y hasta ahora se trata de poner orden en los incontables partidarios que tratan de reemplazarlo.