El techo del misionero en la creciente
El jesuita Samuel Fritz debió sentirse un ser risible cuando pasó tres meses anclado en el techo de una casa nativa. Suspendido en lugar tan inadecuado para el reposo o la labor cotidiana, no podía moverse como antes, ni ir para allá ni venir para acá. No podía moverse de allí no sólo por su precario estado de salud, sino porque estaba ante una inmensa creciente. Las aguas subieron más que nunca y él tuvo que quedarse varado. En esos 90 días prisionero, lejos del reparador lecho, de la cómoda sala, debió lamentar su suerte. Pero más debió lamentar su desconocimiento de la realidad de esa patria de todas las aguas.
Porque los oriundos de ese tiempo no se hacían paltas con las inundaciones. Para ellos y ellas las puntuales crecientes, de cualquier tamaño y nivel que conocían antes por los mensajes cifrados de la naturaleza, no eran tragedias. No podían serlo porque los ríos estaban integrados a sus vidas como si fueran seres fluviales. Otro jesuita, don Manuel Uriarte, cuenta cómo los Iquito se movían con destreza en épocas de halagación y abrían nuevas sendas con sus ligeras canoas, acortaban las distancias. Como peces en el agua. La quiebra de esa sabiduría innata comenzó con el predominio de los forasteros.
Los migrantes de antes, por ejemplo, araban en el agua, construían para la fugacidad porque los ríos arrasaban con todo, sembraban para la ruina acuática. Hay noticias de fundos mal ubicados que desaparecían con las inundaciones. Iquitos perdió tantas cosas ante las crecientes. La estatua del mandatario Manuel Prado, por ejemplo. Lo anterior nos revela una verdad única, suprema: las crecientes son anuales. Y esa revelación parecen no conocer los que deberían tener, desde antes, desde hace tiempo, un plan de contingencia para evitar los problemas fluviales de hoy. ¿Tan difícil es dejar el techo de Samuel Fritz?