La repentina suspensión del ruidoso bailongo en el mercado de Productores, hecho puntual realizado por los cumplidos muchachos de la edilidad de Maynas, no fue una acción aislada, una raya del tigre. Fue el inicio de una cruzada contra la peste del ruido. A partir de ese momento importante, desde ese instante fundamental, nadie puede hacer una fiesta en cualquier parte y a cualquier hora, desparramando el infierno sonoro. La batalla contra ese abuso social causó grandes alborotos, muchos malentendidos y algunos heridos, pero al final se impuso el imperio de la defensa de la salud física y mental de miles de ciudadanos de ambos sexos.
Como consecuencia de esa valerosa campaña, que consistía en no dar permisos para bailes si es que no se contaba con un servicio de insonoridad debidamente garantizado, se formó un comité de lucha para defender el derecho a divertirse. Era la majadería de un grupo de personas que no creía que los decibeles eran importantes en la vida de cada cual. En ningún código figuraba el dispositivo que decía a la letra que la gente debía vacilarse, pero ellos y ellas mencionaron esa ley apócrifa y realizaron sendos juicios a los que extirpaban el ruido de la sociedad iquiteña. Por fortuna, las autoridades del Poder Judicial no dieron su brazo a torcer y pronto en la ciudad de Iquitos se impuso la urgencia de conservar o incrementar el silencio.
Es reconfortante ahora recorrer las calles centrales y periféricas de esa urbe que ha entrado realmente a la modernidad al suprimir las parrandas de fin de semana. El silencio tiene la palabra y el poder. El que pretende ahora hacer una fiesta tiene que realizar un trámite engorroso, pagar en varias partes y garantizar que el bullicio se hará en algún lugar remoto de la carretera a Nauta.