EL REINADO DE LA TABERNA (III)

El nombre inglés de Builders Arms distinguió a una de las primeras tabernas que arrendaron por Iquitos. Era el año de 1872 y ese flamante lugar, con sus variadas  e importadas botellas, sus distintas marcas de licores extranjeros, sus renombradas etiquetas, expresa mejor que las cifras de la aduana los nuevos y buenos tiempos, para unos cuantos. Era ya el momento de la savia, la supuesta bonanza del caucho que se exportaba a distintos mercados de la tierra. Un lugar así y con ese nombre no hubiera existido si no hubiera ocurrido la invasión de forasteros de uno y otro lugar hacia la ciudad del patio trasero. El cosmopolitanismo de entonces requería de una sede para el encuentro, para la interesada conversación, para calmar la sed.

En el Builders Armas tenía su público cautivo, su gente atrapada,  un forastero popular en la urbe de esos días. Era el francés de nombre Maurice Mesnier, un tipo todo terreno o mil oficios, que ganaba sus centavos con sus variadas habilidades como que era versado en varios idiomas, traductor eventual, dependiente de una de las tiendas de Timoteo Smith, mujeriego con descaro, juerguista hasta el amanecer y consumado músico. Era conocido como el “gitano de Iquitos” y en las noches incrementaba sus ingresos tocando el piano en dicha taberna.  Su repertorio incluía las grandes creaciones de los maestros europeos y, en cada pieza, no dejaba de arrancar estruendosas ovaciones.

En la jarana de esos años, en el emocionado salud al borde de vasos o copas rebosantes, en las tantas botellas consumidas, en las tambaleantes exaltaciones, era impensado que el extranjero de la farándula tocara alguna pieza de la música peruana, de la música selvática. Esos términos eran fantasmas. Así como la comida amazónica que nadie ni pedía ni consumía en los restaurantes. Pero la parranda tenía que seguir hasta las últimas consecuencias,  y es posible que nadie de los bebedores pudo darse cuenta de que no era oro todo lo que brillaba en la surtida licorería, en la impresionante tragoteca,  de esa taberna perdida.

En el índice de ventas de ese bar remoto y casi sin memoria, -no hemos podido encontrar ni el lugar donde se levantó ni el nombre del propietario-, nunca figuraron los licores dudosos, las botellas adulteradas, las marcas bambas. Los exportadores de los alcoholes cayeron en la cuenta de que los nuevos ricos, los nuevos potentados que exigían tragos caros y renombrados, eran huachafos de la corona hasta la sombra. No tenían ninguna cultura etílica, carecían de papilas gustativas catadoras y podían zamparse cualquier cosa que tuviera el nombre impreso.  Y acertaron. En 1890 el médico Leonidas Avendaño detectó que el licor adulterado era una industria en Iquitos.

Entonces, es una falacia de este tamaño o más grande, la difundida imagen cauchera de bacanales interminables gracias a los licores importados. Todo ese desperdicio de codos empinados fue una pompa dudosa, un boato discutible, que produjo esa era como una mentira más. El ricachón de ese tiempo,  que quería divertirse a toda costa, que porfiaba por festejar cualquier hecho de su vida,  no vacilaba en gastar su billete para traer todo de afuera. Y, debido a sus limitaciones insalvables, a su falta de experiencia en asunto de importación,  no pudo distinguir dónde  estaba el gato y dónde estaba la liebre. Y consumió ingentes cantidades de licor bambeado.

En el informe que escribió luego de su visita a algunos lugares de la maraña, el médico Avendaño no solo detectó en abundancia esos licores dudosos, sino que descubrió el alto índice de  alcoholismo.  Tanto  celebrar la bonanza, los hermosos días, las bellos tiempos, las grandes ventas, hizo que los  bebedores fueron atrapados por el vicio. La promisoria época del caucho andaba en pleno auge y ya producía a otras de sus víctimas: el dipsómano. Desde ese punto de vista, desde la brutalidad del consumo de los alcoholes, la era del caucho también fue perniciosa.

La taberna Builders Arms  fue uno de los lugares exclusivos de la urbe de antaño. Era cuando el bar era más que un lugar de vasos o botellas. Ese sitio concurrido y selecto desapareció con su pianista francés, sus clientes acostumbrados a la  música como algo normal. Mientas el caucho se hundía en la crisis, la taberna dejó  de ser una sede  privilegiada para adueñarse de la ciudad de entonces, para popularizarse hasta el día de hoy.

El nombre inglés de Builders Arms distinguió a una de las primeras tabernas que arrendaron por Iquitos. Era el año de 1872 y ese flamante lugar, con sus variadas  e importadas botellas, sus distintas marcas de licores extranjeros, sus renombradas etiquetas, expresa mejor que las cifras de la aduana los nuevos y buenos tiempos, para unos cuantos. Era ya el momento de la savia, la supuesta bonanza del caucho que se exportaba a distintos mercados de la tierra. Un lugar así y con ese nombre no hubiera existido si no hubiera ocurrido la invasión de forasteros de uno y otro lugar hacia la ciudad del patio trasero. El cosmopolitanismo de entonces requería de una sede para el encuentro, para la interesada conversación, para calmar la sed.

En el Builders Armas tenía su público cautivo, su gente atrapada,  un forastero popular en la urbe de esos días. Era el francés de nombre Maurice Mesnier, un tipo todo terreno o mil oficios, que ganaba sus centavos con sus variadas habilidades como que era versado en varios idiomas, traductor eventual, dependiente de una de las tiendas de Timoteo Smith, mujeriego con descaro, juerguista hasta el amanecer y consumado músico. Era conocido como el “gitano de Iquitos” y en las noches incrementaba sus ingresos tocando el piano en dicha taberna.  Su repertorio incluía las grandes creaciones de los maestros europeos y, en cada pieza, no dejaba de arrancar estruendosas ovaciones.

En la jarana de esos años, en el emocionado salud al borde de vasos o copas rebosantes, en las tantas botellas consumidas, en las tambaleantes exaltaciones, era impensado que el extranjero de la farándula tocara alguna pieza de la música peruana, de la música selvática. Esos términos eran fantasmas. Así como la comida amazónica que nadie ni pedía ni consumía en los restaurantes. Pero la parranda tenía que seguir hasta las últimas consecuencias,  y es posible que nadie de los bebedores pudo darse cuenta de que no era oro todo lo que brillaba en la surtida licorería, en la impresionante tragoteca,  de esa taberna perdida.

En el índice de ventas de ese bar remoto y casi sin memoria, -no hemos podido encontrar ni el lugar donde se levantó ni el nombre del propietario-, nunca figuraron los licores dudosos, las botellas adulteradas, las marcas bambas. Los exportadores de los alcoholes cayeron en la cuenta de que los nuevos ricos, los nuevos potentados que exigían tragos caros y renombrados, eran huachafos de la corona hasta la sombra. No tenían ninguna cultura etílica, carecían de papilas gustativas catadoras y podían zamparse cualquier cosa que tuviera el nombre impreso.  Y acertaron. En 1890 el médico Leonidas Avendaño detectó que el licor adulterado era una industria en Iquitos.

Entonces, es una falacia de este tamaño o más grande, la difundida imagen cauchera de bacanales interminables gracias a los licores importados. Todo ese desperdicio de codos empinados fue una pompa dudosa, un boato discutible, que produjo esa era como una mentira más. El ricachón de ese tiempo,  que quería divertirse a toda costa, que porfiaba por festejar cualquier hecho de su vida,  no vacilaba en gastar su billete para traer todo de afuera. Y, debido a sus limitaciones insalvables, a su falta de experiencia en asunto de importación,  no pudo distinguir dónde  estaba el gato y dónde estaba la liebre. Y consumió ingentes cantidades de licor bambeado.

En el informe que escribió luego de su visita a algunos lugares de la maraña, el médico Avendaño no solo detectó en abundancia esos licores dudosos, sino que descubrió el alto índice de  alcoholismo.  Tanto  celebrar la bonanza, los hermosos días, las bellos tiempos, las grandes ventas, hizo que los  bebedores fueron atrapados por el vicio. La promisoria época del caucho andaba en pleno auge y ya producía a otras de sus víctimas: el dipsómano. Desde ese punto de vista, desde la brutalidad del consumo de los alcoholes, la era del caucho también fue perniciosa.

La taberna Builders Arms  fue uno de los lugares exclusivos de la urbe de antaño. Era cuando el bar era más que un lugar de vasos o botellas. Ese sitio concurrido y selecto desapareció con su pianista francés, sus clientes acostumbrados a la  música como algo normal. Mientas el caucho se hundía en la crisis, la taberna dejó  de ser una sede  privilegiada para adueñarse de la ciudad de entonces, para popularizarse hasta el día de hoy.