EL REINADO DE LA TABERNA (IV)

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En el vasto diario de viaje de la ciudad de Iquitos, cuaderno donde figuran todos  los barcos que entraron y salieron de estas costas, la nave brasileña Sao Cristobao ocupa un lugar relevante. No por alguna razón heroica, una jornada de voluntariado que redundó en beneficio de los menesterosos, sino por un feo asunto de vasos y botellas, un ridículo episodio de la borrachera. Era el 2 de enero de 1949 y la embarcación carioca descansaba en el puerto de la navegación fluvial,  mientras que los tripulantes andaban de copas. Era una manera de alegrar la noche, de celebrar la aventura del viaje, de festejar eso de un amor en cada puerto. Pero no todo fue color de rosa esa noche perdida.

El error del alcohol, su ardiente galope en la sangre, su incitación a la ceguera y la matonería, hizo que uno de los bebedores, Jorge Gonzales Salas, perdiera la compostura  y los estribos,  y armara bronca a un ciudadano. La trifulca no se detuvo en el bar y agarró la vía pública y allí mismo fue detenido el navegante brasilero y trasladado a la comisaría  de Punchana para que respondiera de sus actos ante los custodios del orden, que por supuesto no le corrían a los licores.  El disturbio estaba hecho y sus acompañantes creyeron que estaban en la casa de la suegra y,  envalentonados por el ardoroso licor,  se armaron de palos, botellas rotas  y cuchillos,  y enrumbaron hacia el cuartel de los uniformados.

En el amparo de la noche y bajo el hervor del alcohol, César Duarte Lima, Lázaro Cosío Sosa y otros más, no se detuvieron ante nada y procedieron a tomar por asalto el cuartel de la guardia civil. Andaban tan bravos que sortearon todo obstáculo, vendieron cualquier defensa,  agredieron a los sorprendidos uniformados, destruyeron muebles, rescataron al compañero detenido y se dieron a la fuga. La sorpresa y la eficacia del asalto fueron  absolutas. La persecución posterior de los agredidos fue una redada que puso en oscura celda a los desaforados visitantes.

En la imagen perdida a través de los años, esos atacantes mamados parecían unos tardíos bandeirantes que seguían invadiendo territorio peruano. La torcida gesta de esos forasteros duró  siglos y fue  una pesadilla durante generaciones. Los brasileños nunca estuvieron  conformes con los acuerdos fronterizos con los peruanos  y desde el viaje del capitán Texeira se dieron al deporte de mover la frontera a su antojo. La Aldea de Oro fue el lugar cercano al río  Napo donde se detuvieron. Para ellos allí estaba la frontera entre ambos países. El resto del territorio les pertenecía, de acuerdo a sus propias palabras lo que decían. Las autoridades peruanas no pudieron acabar con ese lastre y se resignaron a vivir asediados por esas hordas.

En la estrategia estatal por apoderarse de territorio ajeno destacaba la presencia de los Carmelitas Calzados. Eran los mismos varones de armas tomar y  fueron los misioneros que acompañaron los ataques armados, los asaltos a aldeas, los secuestros de oriundos que luego eran vendidos en los mercados del Pará. A precio ínfimo, demostrando que el negocio no era rentable. El ejercicio de la fe podía surtirse de armas y de atracos en nombre de una razón geopolítica, de una ambición de acercarse al mar Pacífico.  En la noche del asalto al cuartel de la guardia civil de Punchana no había ni un solo religioso. Los tiempos habían cambiado,  sin ninguna  duda.

El bochornoso asalto de los navegantes brasileños al cuartel de Punchana fue apenas un curioso episodio vinculado a la botella. Sanos y serenos los forasteros no hubieran actuado vandálicamente. La acción de los ebrios desalmados  no desencadenó un litigo diplomático, una batalla con armas y estrategias. Quedó en nada. Pero el episodio nos sirve para ilustrar a los lectores (as) sobre lo que puede significar la taberna en esta ciudad. Es decir, el bar no es solo el sitio donde los bebedores encuentran los dudosos consuelos del licor, sino una sede apta para el estallido de la violencia.

En la esquina de  Grau con Bermúdez, frente a la Plaza 28 de Julio, había entonces el bar más violento de la ciudad de antes, de hace poco. No porque ocurrían peleas o crímenes, hechos negados o desactivados casi siempre debido a la enérgica  actitud de la propietaria que suspendía cualquier bronca, sino porque allí se daban cita  los desheredados de la urbe. El Cisne era su nombre y su fama era temible. De todas las marginaciones, de todos los desastres, surgían en las noches esos seres que eran evidencias de que algo grave había pasado en una ciudad que tenía pretensiones de grandeza. Estar allí era conocer mejor a esa urbe sin sus máscaras, sus disimulos, sus falsos rostros.