EL REINADO DE LA TABERNA (II)
En el año en que se construyó el improvisado teatro dentro del concurrido bar, la ciudad de Iquitos estaba en otra parte. Andaba fascinada por un asunto que se movía con facilidad sobre unas maderas tendidas, provocando un ruido extraño y arrojando humo como si tuviera adentro varias chimeneas. Era el único medio de transporte entre las calles y había arrinconado a la carreta de madera que entonces era utilizada marginalmente. Escribimos sobre el tren que no se parecía en nada a la canoa, a la balsa, al barco, medios normales de locomoción en el boscaje de ese tiempo. El tren era propiedad de un hombre prestigioso que se dedicaba a extraer bastante caucho, Julio César Arana.
En ese entonces, la ciudad estaba a 2 años de la explosiva denuncia oficial, con un voluminoso documento de por medio donde pululaban quemantes testimonios, que le hizo el periodista Benjamín Saldaña Roca al extractor riojano. Los viajeros que navegaron por el Putumayo, Espinar, Von Hassel y otros, no dijeron nada contra los maltratos a los oriundos. O no descubrieron nada o se hicieron los ciegos y los sordos. O los locos. En ese momento dominaba la idea de que los indios eran seres incapaces que había que civilizar a toda costa. Y los patrones en las caucherías cumplían con ese cometido. Así todo marchaba sobre ruedas. Aparentemente.
El tren de Arana, en realidad, era el arribo tardío de un invento moderno de ese tiempo. Durante décadas la ilusión de construir una vasta línea ferroviaria que partiría de la costa y arribara al borde de algún río navegable de la floresta, había consumido tiempo y dinero de varios gobiernos del Perú. No se sabe cuánto gastaron en proponer planes que fallaban, que se perdían, que no llegaban ni a la esquina, Ese 1905 el mandatario José Balta insistía en labores de estudio de una nueva ruta para hacer circular ese tren que nunca partió de ninguna parte ni arribó a sitio alguno. De manera que el cauchero riojano había ganado a los centralistas. Había invertido de sus ganancias para beneficiar a su lugar.
No era habitual que los excedentes del caucho se invirtieran en mejorar las condiciones de la vida urbana. Los magnates de la savia creían que la vida era un carnaval y, además de otras cosas, gastaban importando inventos gastronómicos ajenos y finos y costosos licores. Los paladares de ese tiempo no soportaban la comida local, salvo uno que otro plato, una que otra fruta de estación. Las gargantas encumbradas por el dinero preferían vinos, cervezas y otros licores de marca. Comer y beber no eran urgencias de la naturaleza humana. Eran efusiones de la vanidad personal o de grupo.
El teatro en el bar era un absurdo entonces, mientras corría tanto dinero en las arcas de los caucheros. Nadie pensó invertir en la mejora de la infraestructura de la ciudad ubicada entonces al borde del Amazonas. La mayoría de extractores se desvivió por construir suntuosas mansiones. Ni en broma hicieron caso de las recomendaciones de von Hassel de edificar el Jardín Botánico del Caucho o de instalar un laboratorio donde se verificaría los procesos para la elaboración de los productos a partir de la goma y de otros dones del bosque.
El tren del cauchero riojano no se jubiló sirviendo a sus intereses. Tampoco se malogró de repente. En 1928 pasó a otras manos, a manos equívocas, a manos del más alto funcionario de don Augusto Bernardino Leguía, el prefecto Temístocles Molina Derteano. El hecho pareció una forzada expropiación o un turbio negocio o algo parecido. Pues Arana no podía negociar nada con un tipo que pertenecía y servía al régimen que le había clavado un puñal en la espalda al negociar sus propiedades con la república colombiana.
En ningún momento el cauchero riojano pensó en construir un teatro en Iquitos. No por falta de dinero o de entusiasmo, sino porque había decidido ir a vivir en Europa, concretamente en Londres. Pero todo fue un fracaso y se resignó a viajar a Lima convertido en senador por Loreto. Luego fue el ostracismo en una modesta casa en la capital peruana. El resto fueron las ruinas para siempre. Las fortunas caucheras se diluyeron más rápido que inmediatamente. Y en la ciudad, hacia 1914, no nos fue posible encontrar referencias al teatro dentro del bar. La función entre vasos y botellas y achispamientos de los clientes se había perdido. Lo que es evidente es que en ese año ya reinaba la taberna, como veremos en la próxima crónica.