La inesperada cobranza en el aeropuerto de Venezuela por el uso del aire acondicionado parecía una broma sin consecuencias, una trastada de algún inepto funcionario. Nadie, ni los defensores del deteriorado medio ambiente, de la tercera edad y del derecho universal de los animales, pusieron las fosas nasales en remojo y ni siquiera sospecharon que estallaría uno de los abusos más cruentos de la escarpada historia humana. Todo comenzó cuando en Ginebra se reunieron los mandatarios de los países más ricos, entre los cuales estaba el grandioso Perú y su sabrosa gastronomía, su delicioso pisco y su espléndido pan con chicharrón.
En la brutal agenda excluyente figuró la aplicación del impuesto al aire de todos los días, al aire de siempre jamás, al aire universal. Apareció luego el medidor digital de la respiración conectado a un misterioso satélite que reportada mensualmente la cantidad de aire consumido por usuario y el correspondiente eosto en dinero. La cobranza no era directa, ni se basaba en el recibo o en la amenaza de corte, pues se extraía del sueldo del pobre consumidor. O de los recibos de agua, luz y otros servicios. La orden del corte aéreo llegaba a las personas que no tenían trabajo fijo y que practicaban el recurseo. Era un aparato móvil que aparecía de improviso, girando en el espacio y que arrebataba el aire que circundaba al infractor.
Este tenía que pagar su deuda como fuera antes de asfixiarse. Como es normal, algunos desventurados carecían de dinero y fueron las primeras víctimas de esa infamia. El impuesto al aire alteró la existencia humana para siempre. Es común ahora que las personas anden sin las fosas nasales para pagar menos por respirar. Otros no quieren pagar ni un centavo y se meten al agua y no salen más.
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