El “pensamiento” Mario Vargas Llosa sobre el oficio en la realidad de la ficción
ESCRIBE: Jaime A. Vásquez Valcárcel
Sabido es que la narrativa de Mario Vargas Llosa siempre incluye en sus obras novelescas los temas de los medios de comunicación y con ello a los periodistas que, como también se sabe, no quedamos bien parados ni en la ficción ni en la realidad. Recuérdese lo que señala en “El pez en el agua” sobre el diario “La República” y los periodistas que allí laboraban en 1990 y que tenían a Raúl Vargas Vega como un soldado de la información.
Felícito Yanaqué e Ismael Carrera, los dos personajes principales de “El héroe discreto”, -la novela que el sello Alfaguara acaba de publicar del nobel peruano Mario Vargas Llosa- son víctimas de ese periodismo que el autor señala como lo peor del oficio pero que su existencia es necesaria para que la “civilización del espectáculo” provoque teorías como las que publicó en el ensayo “La civilización del espectáculo” y que de alguna forma repite a través de Rigoberto, otro de los personajes que tiene que esconderse de los reporteros al igual que Miguelito, Tiburcio, Mabel, Gertrudis, Lucrecia, sargento Lituma, coronel Asundino Ríos Pardo, conocido como Rascachucha, los mellizos Miki y Escobita.
Si en el primer capítulo –los impares siempre son de Felícito y los pares de Ismael, en una lógica vargasllosiana que luego junta en un solo capítulo a ambos- solo aparece una referencia a los periódicos cuando el sargento Lituma recibe a Felícito en la comisaría donde “casi no había espacio para ellos dos entre estos tabiques de madera tiznados y tachonados de avisos, memorándums, fotos y recortes de periódico” (pag. 16). Similar referencia se encuentra en la tienda de Adelaida (la santera que se adelanta a los hechos en esa Piura de toda la vida en la obra de Vargas Llosa) cuando el autor describe “examinó en la penumbra del local las plateadas telarañas que caían del techo, las añosas estanterías con bolsitas de perejil, romero, culantro, menta, y las cajas con clavos, tornillos, granos, ojales, botones, entre estampas e imágenes de vírgenes, cristos, santos y santas, beatos y beatas, recortados de revistas y periódicos” (pag. 20). Vale decir que los periódicos son la última rueda del coche y no tienen permanencia. No están en la biblioteca o archivados sino ubicados en un lugar de abandono. Ya en el capítulo dos aparece la referencia a los periodistas. Y vaya de qué manera.
“Abogados, notarios, jueces, comparecencias, la inmundicia periodística hurgando en tu vida privada hasta la náusea”. (pag. 34). Son palabras que salen de la boca de Rigoberto para advertir el peligro mediático de la decisión matrimonial de Ismael con Armida, la empleada doméstica que se convierte en esposa del millonario. Los hijos del millonario eran unas hienas que “no habían leído un libro ni acaso un periódico en su vida” (pag. 36) y que propiciaban escándalos que involucraban a Rigoberto como aquel en el que violaron a una “chiquilla que se levantaron en una fiestecita de medio pelo, en Pucusana. Floralisa Roca, así se llamaba, un nombre que parecía salido de una novela de caballerías”. (pag. 37). Tenía que hacer “gestiones desesperadas para que ni La Prensa ni El Comercio incluyeran los nombres de los mellizos en las informaciones sobre el episodio”. (pag. 37). Como se ve no quedamos bien parados ni los periodistas ni los medios. Porque, sin señalarlo, advierte el manejo de los medios en las omisiones cómplices y en los escándalos públicos.
Ya en el tercer capítulo habla Felícito, quien “estuvo un rato en la salita, oyendo las noticias. Crímenes, asaltos, secuestros, lo de siempre (…) La televisión envenenaba a la gente con tanta sangre y porquería. De costumbre, en vez de noticias ponía un disco de Cecilia Barraza. Pero, ahora, siguió con ansiedad el comentario de ese presentador de 24 horas afirmando que la delincuencia crecía en todo el país”. (pag. 56).
En el capítulo cuatro reaparece la cita al diario El Comercio cuando Ismael Carrera dice a las tres personas que asistieron a su boda: “Ah, y antes que me olvide. No dejen de leer mañana la página de sociales de El Comercio. Allí verán el aviso dando parte a la sociedad limeña de nuestra boda”. (pag. 60).
El capítulo impar siguiente empieza “El aviso que, pagándolo de su bolsillo, publicó Felícito Yanaqué en El Tiempo lo hizo famoso de la noche a la mañana en todo Piura”. (pag. 73) refiriéndose a la respuesta a quienes querían extorsionarlo y que provocó la solidaridad de los piuranos pero la irritación del capitán Silva y el sargento Lituma. “Por fin, el capitán Silva sacó de su bolsillo el recorte de El Tiempo con el aviso. –Usted se ha vuelto loco publicando esto, don Felícito –dijo, medio en broma medio en serio-.” (pag. 73). Tanto el oficial jefe regional de la Policía como el Colorado Vignolo y todos los piuranos se enteraron del tema por el aviso en “El Tiempo” lo que tácitamente explica la importancia que da el autor no sólo al decano de la prensa nacional sino a los que se publican en provincias. Ese aviso le dio fama, es decir la prensa escrita en tiempos en que la televisión se apoderó de la población, el autor da el valor que otros niegan a lo impreso. Por ese aviso el caso llegó a los oídos de los jefes policiales, inclusive hasta Lima “porque el desafío de Felícito Yanaqué contra los mafiosos en El Tiempo había llegado a Lima. El propio ministro del Interior llamó en persona para exigirle que aquello se resolviera de inmediato”. (pag. 113). El gran poder de la prensa escrita que de alguna forma reivindica el autor, quien como sabemos hizo sus pinitos periodísticos en La Crónica, en la sección policiales ni más ni menos en la década del 60.
En la página 123 se lee “En una radio tocaban una música selvática La Contamanina” mientras el sargento Lituma regresa al barrio donde pasó parte de su juventud e investiga el paradero de los que extorsionan a Felícito. En el capítulo anterior no hay referencias mediáticas y en éste algunas frases como “Leerías en El Tiempo la carta de los chantajistas de Felícito Yanaqué, el dueño de Transportes Narihualá”. (pag. 127). O aquella donde los secuestradores le escriben “Ya que le gusta utilizar la prensa, ponga un avisito en El Tiempo, agradeciéndole al Señor Cautivo de Ayabaca que le hiciera el milagro que usted le pidió”. (pag. 130). Son pinceladas, en realidad. Es en este capítulo donde aparece la Amazonía, primero con la canción emblemática como ya señalamos y luego en boca del sargento Lituma: “Aprovechando que yo estaba en la cárcel, Josefino me quitó a mi hembrita. La metió a putear para él en La Casa Verde. Se llamaba Bonifacia. Me la traje del Alto Marañón, de Santa María de Nieva, allá en la Amazonía. Cuando se hizo de la vida la pusieron La Selvática”. (pag. 118). También en el capítulo XI hay una referencia al gentilicio que distingue a las personas de la selva: “¿Y cómo iba a calcular Mabel por las voces cuántos eran sus secuestradores y si eran todos piuranos o si alguno hablaba como limeño, como serrano o como charapa? (pag. 186).
Entre las páginas 132 y 145 no existe ninguna referencia al periodismo. Es el capítulo par donde Rigoberto recibe a los mellizos, quienes se la pasan en improperios y disculpas al tío de toda la vida. Pero en la primera línea del capítulo IX se lee “Seis días después de publicado el segundo aviso de don Felícito Yanaqué en El Tiempo (anónimo, a diferencia del primero) los secuestradores no daban señales de vida”. (pag. 146). Es quizás el capítulo en el que más se menciona al periódico piurano. Por lo menos cinco veces, cuatro con nombre propio y una como “diario”. Inclusive dos veces en la misma página 147, lo que unos podrían catalogar como redundancia innecesaria en la obra de Vargas Llosa. El diario de alguna forma en la trama vargasllosiana sirve como nexo entre secuestradores y chantajeado. Tanto así que el pedido de los primeros de publicar un agradecimiento al “Señor Cautivo de Ayabaca” se hace realidad en la página 151. El capítulo concluye con la liberación de Mabel, gracias al aviso que solo fue “un embauque” tal como lo llaman los propios policías.
“Veo a toda la gente con cara de periodista. No sabes cómo los odio cuando oigo y leo todas esas estupideces y falsedades que escriben” (pag. 193). Es lo que dice Lucrecia al referirse a la cobertura que da la prensa al matrimonio del octogenario Ismael con la sirvienta Armida, casi tres décadas más joven que él. Y a partir de esta aseveración se comenzará a leer frases contra el trabajo que alguna vez tuvo el autor y que ya no se limitan a referencias a medios existentes en la realidad que la ficción del Nobel toma prestado. Y es que el escándalo de la boda revienta con los recién casados fuera del país y quien tiene que lidiar con el tema es Rigoberto por haber sido testigo y, por ende, Lucrecia, su esposa. Se ven asediados a tal punto que el papá de Fonchito y la madrastra de éste prefieren ver películas en casa antes de ir al cine pues “la sola idea de que aparezca uno de esos con su grabadorcita a tomarme fotos y preguntarme por Ismael y los mellizos me suelta el estómago”. (pag. 201). Vale la pena detenerse en este capítulo y transcribir en toda su extensión lo dicho por Rigoberto porque refleja el pensamiento de Mario Vargas Llosa que en algunos pasajes es inevitable llegar a la certeza que se transforma en el personaje que apareció en “Los cuadernos de don Rigoberto”.
“Porque, desde que el periodismo se había apoderado de la noticia de la boda de Ismael con Armida, y de las acciones policiales y judiciales de sus hijos para anular el matrimonio y declararlo interdicto, no se hablaba de otra cosa en periódicos, radios y programas televisivos, así como en las redes sociales y los blogs. Los hechos desaparecían bajo un chismorreo frenético de exageraciones, invenciones, chismografías, calumnias y vilezas, donde parecía salir a flote toda la maldad, la incultura, las perversiones, resentimientos, rencores y complejos de la gente. Si no se hubiera visto él mismo arrastrado a formar parte de ese maremagno periodístico, a ser constantemente requerido por gacetilleros que compensaban su ignorancia con su morbo y su insolencia, don Rigoberto se decía que este espectáculo en que Ismael Carrera y Armida habían pasado a ser el gran entretenimiento de la ciudad, en que eran bañados de mugre impresa, radial y televisiva y chamuscados sin tregua en la hoguera de Miki y Escobita habían encendido y atizaban a diario con declaraciones, entrevistas, sueltos, fantasías y delirios, habría sido entretenido para él, además de instructivo y aleccionador. Sobre este país, esta ciudad y sobre el alma humana en general”. (pag. 202). Este párrafo es instructivo para el lector sobre el papel de la prensa y de quienes lo practican. Y el autor no se guarda nada. Pues a pesar que la transcripción anterior es letal, añade algo más:
“La función del periodismo en este tiempo, o, por lo menos, en esta sociedad, no era informar, sino hacer desaparecer toda forma de discernimiento entre la mentira y la verdad, sustituir la realidad por una ficción en la que se manifestaba la oceánica masa de complejos, frustraciones, odios y traumas de un público roído por el resentimiento y la envidia. Otra prueba de que los pequeños espacios de civilización nunca prevalecerían sobre la inconmensurable barbarie”. (pag. 202). Este párrafo en realidad es el pensamiento cumbre de Mario Vargas Llosa que pone en letras de Rigoberto. Y es el momento cumbre de la teoría que sostiene en foros que incluso ha provocado la publicación de un libro “La cultura de la civilización”. Luego hay una referencia pequeña cuando Lucrecia dice “Lo peor era ese escándalo en el que se veía arrastrado, apareciendo ahora casi a diario en esas hojas de un periodismo de cloaca, enfangado en un amarillismo pestilencial”. (pag. 202). Todo ello como preludio para afirmar que de nada sirve crear espacios contra la “incultura, la frivolidad, la estupidez y el vacío”. Pues aunque se refugiaba en la biblioteca personal “su memoria le devolvía las imágenes y preocupaciones de los últimos días, el sobresalto, el desagrado bilioso cada vez que descubría su nombre en las informaciones que, aunque él no comprara esos periódicos, le hacían llegar las amistades o se las comentaban de manera inflexible, envenenándoles la vida a él y a Lucrecia”. Sugiriendo que es el periodismo un agente de mediocridad y barbarie remata con estas palabras: “En este país no se puede construir un espacio de civilización ni siquiera minúsculo, concluyó. La barbarie termina por arrastrarlo todo (…). Fue entonces cuando tuvo la idea de los espacios salvadores, la idea de que la civilización no era, no había sido nunca un movimiento, un estado de cosas general, un ambiente que abrazara al conjunto de la sociedad, sino diminutas ciudadelas levantadas a lo largo del tiempo y el espacio que resistían el asalto permanente de esa fuerza instintiva, violenta, obtusa, fea, destructora y bestial que dominaba el mundo y que ahora se había metido en su propio hogar”. (pag. 203 y 204).
Luego de este capítulo de profundidades teóricas sobre el periodismo y la tragedia humana en donde la barbarie tiene su espacio, Mario Vargas Llosa se desliza en anécdotas que hacen más agradable la lectura, sin llegar a la maestría de otras anteriores, sin duda.
Por ejemplo, lo que Mabel –la amante complaciente de Felícito que también era del joven que llevaba el apellido del transportista sin ser su hijo y que trama la extorsión que termina destruyendo a ambos- dice en la página 221 en el sentido que “era una suerte que la policía hubiera ocultado el episodio del secuestro a la prensa (…) Pero ella vivía convencida de que en cualquier momento la noticia llegaría a los periódicos, a la radio y a la televisión. ¿En qué se convertiría su vida si estallaba el escándalo?”. Y quien coincide con ella en el temor al escándalo más que en el pecado mismo es el empresario transportista cuando en la página 265 afirma: “Te parecerá una tontería, pero es lo que más me atormenta. Saldrá mañana en los periódicos, en las radios, en la televisión. Vendrá la cacería periodística entonces. Mi vida será otra vez un circo. La persecución de los periodistas, la curiosidad de la gente en la calle, en la oficina.” Hasta el mismo policía Lituma encargado de las investigaciones añade “Los periodistas lo van a volver loco”, horas antes que se produzca la conferencia de prensa luego la noticia correría como pólvora: “Estallarían en las radios, en Internet, la difundirían los blogs, las ediciones digitales de los diarios, los boletines de la televisión”. Y “los periodistas caerían como moscas a Transportes Narihualá apenas supieran la noticia” que su amante y a quien había criado como hijo no solo se acostaban a escondidas sino que planearon la extorsión. El temible escándalo atormentaba a Felícito más que los hechos, tal como sucede muchas veces en la crudísima realidad. Y a Rigoberto, luego de la muerte de Ismael, le atormentaban los periodistas. “No salía a la calle por el temor de ser asaltado por periodistas sin saber qué responder a sus preguntas” se lee en la página 282. Es en ese mismo capítulo que se narra los entretelones de la desaparición de Armida y es Narciso, el chofer, quien pide una cita al papá de Fonchito quien “cuando regresó al comedor a contarle a Lucrecia la llamada de Narciso, Rigoberto se encontró con que su mujer y Justiniana estaban pegadas a la televisión. Escuchaban y miraban hipnotizadas al periodista estrella del canal de noticias RPP, Raúl Vargas, quien daba detalles y hacía conjeturas sobre la misteriosa desaparición el día de ayer de doña Armida de Carrera, la viuda del conocido hombre de negocios, don Ismael Carrera, recientemente fallecido. Las órdenes del ministro del Interior para que no se difundiera la noticia no habían servido de nada. El Perú entero estaría ahora, como ellos, pendiente de esta primicia. Los limeños tenían entretenimiento para rato. Se puso a escuchar a Raúl Vargas”. (pag. 287). En esta ficción se toma el nombre real del periodista de RPP Noticias, a quien se le da un aire de moderación y se le aleja de alguna forma del amarillismo –todo lo contrario de lo dicho sobre él en “El pez en el agua” donde se le ubica dentro del periodismo panfletario- y es el mismo esposo de Lucrecia quien tácitamente lo distancia al decir “Toda la jauría periodística querrá ahora entrevistarme- maldijo Rigoberto”. Y se concluye este capítulo que marca la desaparición de la viuda con un petardo contra los periodistas: “Estaba harta de todo, de abogados, de periodistas, de las hienas, de los chismosos”. (pag. 294). No quedamos bien parados, con la excepción ya señalada.
Ya descubierta la complicidad de Miguel y Mabel y a poco de conocerse la noticia se señala que “caerían los periodistas como moscas a la casa, de modo que no se debía abrir la puerta ni contestar el teléfono a ningún periódico, radio o televisión (…)”. Y se descarga toda la artillería contra el trabajo de los reporteros en la página 296: “ahí seguían esos cuervos hambrientos de carroña con sus cámaras, agolpados en la vereda y en la pista de la calle” que incluso persiguen a Justiniana, la sirvienta que tiene que correr al salir “tapándose la cara”. A pesar que la descripción de los hechos era ajustada a la verdad se incide con la impertinencia de los periodistas que siguen hasta a la secretaria de Felícito. La viuda Armida por temor al escándalo termina refugiándose en Piura donde su cuñado también se refugia de los periodistas en su propia casa y teme que los reporteros “le cayeran encima con sus preguntas implacables, cada cual más estúpida que la otra”. Y llama a los periodistas dormilones que no se levantan temprano ni siquiera para continuar “la cacería”. En cuanta oportunidad que se refieren al trabajo periodístico lo protagonista lo hacen en términos peyorativos como “se va a dormir o emborracharse (…) todos los periodistas son unos bohemios y unos románticos”. Hasta los mellizos, quienes reciben el apelativo de hienas se quejan de los periodistas con la interrogante “¿Has visto la mugre que nos echan encima?”.
Casi al final de la novela (pag.346) Felícito llega a burlarse de los periodistas. “Era agradable caminar por la vereda sin estar acosado por los reporteros. Y todavía más agradable saber que a esos periodistas les había infligido una derrota en regla: los infelices nunca descubrieron que Armida, la supuesta secuestrada, la persona tan buscada por la prensa del Perú, había pasado toda una semana -¡siete días y siete noches!- escondida en su casa, al alcance de sus narices, sin que lo sospecharan. Lástima nomás que nunca se enterarían que habían perdido la primicia del siglo”. Y como para cerrar con broche de oro las referencias hacia la prensa y los periodistas Felícito Yanaqué le dice a Rigoberto: “No sabe usted lo horrible que es volverse conocido, salir en los periódicos y en la televisión, que a uno lo señale la gente en la calle”. Ambos se embarcan en el avión pero es el papá de Fonchito quien lee The Economist como para despercudirse del escándalo que protagonizó indirectamente y que la prensa dio cobertura escandalosamente porque si algo queda claro en toda la novela es que los periodistas jugamos un papel importante para que un hecho no solamente se haga público sino que provoque la atención de los ciudadanos con toda la carga de morbo y amarillismo que puede provocar la traición de una amante en complicidad con el supuesto hijo de un empresario hecho desde abajo o, la otra historia de la novela, donde un multimillonario como Ismael Carrera, muere intempestivamente luego de casarse con su empleada doméstica y dejar sin herencia a los hijos mellizos que tuvo y que le molestaron la vida en los últimos meses de su vida.
Entre la realidad y la ficción, como en toda su obra novelística, Mario Vargas Llosa habla a través de los personajes, aunque él lo ha negado en innumerables oportunidades. “El héroe discreto” no podía ser la excepción más aún cuando aborda el progreso del pueblo peruano que tiene al periodismo con los mismos males de siempre. Si bien es cierto no hay un personaje –como El sinchi de “Pantaleón y las visitadoras” o el periodista miope de “La guerra del fin del mundo”- dedicado al oficio, se hace referencias a diarios, periodistas y anotaciones sobre lo que hace la profesión.