Cuando en el Perú bajaron los precios de los combustibles aquel 2015, todo el mundo pensó que se trataba de una simple moda pasajera, de una zancadilla economicista. Pero en los meses siguientes la cosa cambio cuando comenzaron a bajar los precios de los pasajes, los productos de pan llevar y traer y los artículos importados. La moneda incaica se tambaleó cuando los licores de todo tipo y marca, incluyendo el explosivo chuchurrín, fueron regaladas a los consumidores de buena garganta y mejor cabeza. El Perú estaba más allá del primer mundo, cerca de la sociedad perfecta.
Esta apareció cuando se implementó el trueque gracias a la creación de un ministerio del ramo que puso las cosas en su sitio. Las gentes peruanas, acostumbradas a las quejas por cualquier cosa, a las protestas seculares y a las broncas entre ellos mismos por nada, se convirtieron en otra cosa. El turismo de aventura y de gasto se incrementó y el extranjero ya no quería regresar a su país de origen pues esa nación le hacía sentir que estaba en el tantas veces soñado paraíso.
El Perú ya no es el país de los cocineros o los futbolistas. Es una nación señera donde reina el intercambio de cosas. El que quiere casarse entrega un par de gallinas a los ediles o los eclesiásticos. El que no quiere casarse paga una multa en forma de un racimo de plátanos. El que no quiere hacer ninguna de las dos cosas, simplemente entrega un saco de yucas. El que quiere beber hasta perder los estribos entrega su camisa y su pantalón. El que quiere viajar da un cerdo encebado. El que quiere ser candidato a cualquier cosa se inscribe pagando con un surtido desayuno a los funcionarios electorales. El que no quiere nada no es molestado por nadie.