El que visita ahora al Perú del cajón y la hojalata, no requiere de pasaporte, de visa, de demostración contundente de que tiene billetes contantes y no prestados o del otro. En realidad, le basta llevar cualquier revista de cualquiera de los héroes del cómic. De esa manera podrá andar por las calles, comprar algo, comer en cualquier lugar, entrar a algún cine y viajar a las provincias. Nada más que eso necesita para pasarle bien en un país que ha renunciado a la lectura y a la escritura desde hace décadas.
El vasto uso del lenguaje del llamado cómic se impuso entre los incaicos cuando un reportero demostró que los peruleros no solo leían mal, sino que también escribían pésimo. Rodeados de tantos objetos de comunicación, aparentemente conectados al mundo, para relacionarse con alguien, cortaban las palabras, ponían iniciales torpes y hasta abusaban de la repetición de una sola letra. En ocasiones 2 o más personas parecían entenderse gritando esa sola letra todo el tiempo. Era cuestión de evitar un nuevo último lugar, pensó un ministro mosca de entonces. Y, como era amante de supermanes, tarzanes y otros héroes de tapa y página, nombró un equipo calificado para reemplazar ya a la escritura.
Los congresistas opositores tratan de aprovecharse de la situación cómic-ca y han presentado una moción del cambio de nombre del Perú. Pretenden que se le llame el País del Comic-chado. Fea denominación, aunque cierta, que es rechazado con marchas y tomas de locales por la actual mayoría gobiernista. Esa es la batalla más feroz de la actual coyuntura política en el vasto país de las ironías más brutales. Mientras tanto, en el apartado y retrasado territorio selvático hay una calma fructífera. Nadie, prácticamente sabe que significa la palabra cómic, menos la palabra compuesta cómic-chado.