Escribe: Percy Vílchez Vela
En momentos en que la gastronomía peruana muestra sus picantes encantos, en momentos en que se celebra en varias fechas algunos platos bandera, aparece un feo incidente en el mundo de la alimentación nacional. Se trata de la comida que se adquiere pero no se consume, de la comida que se desperdicia diariamente, de la comida que se bota a la basura, Es como si la riqueza culinaria, el acierto en la sazón, la conquista del paladar propio y ajeno, fueran en realidad una falacia, porque hay niños y niñas que sufren del azote de la anemia perniciosa.
El Perú de la papa salvadora, de las ingentes riquezas de la tierra y del agua, de los platos bandera como el pollo a la brasa, tiene el horrendo lauro de ser el país que más desperdicia sus alimentos a nivel latinoamericano. A nivel mundial, Alemania es el país que más bota a la basura la comida, seguida de Francia, Italia, España y otras naciones de prestigio en otros rubros. La culta Europa desperdicia cada año 89 millones de toneladas de alimentos que adquiere pero no consume, desconociendo que el mundo camina hacia una crisis alimentaria general.
El Perú parece haber retrocedido a través de los siglos en la cuestión de la comida, pues antes, en el imperio de los Incas, no existía el hambre. Tampoco se desperdiciaba la comida. La comida participaba de la división de clases pero había para todos. Hoy la gastronomía peruana parece una ficción del buen sabor pues sabemos que existen franjas de gentes subalimentadas. A ello se suma el desperdicio de los alimentos. Esos alimentos que se compran pero no se consumen, lo que sobra en los banquetes, es el indicativo de un desastre. El desastre de la desigualdad. La Amazonía tiene lo suyo en el desperdicio de los alimentos.
No hay que olvidar que uno de los primeros contactos con la maraña fue un asunto de comida. En Cajamarca todavía don Francisco Pizarro pidió a los caciques selváticos que fueran a sus pagos a traer la comida típica con que se alimentaban. Luego vino el hambre que padecieron los navegantes al mando de Francisco de Orellana. En tiempos coloniales la comida no fue un problema para los misioneros, pues eran asistidos por los indígenas para que pudieran comer. En el tiempo del caucho la comida escaseó y los alimentos costaban un ojo de la cara.
Es con el petróleo donde se da por primera vez el desperdicio de alimentos. Las empresas encargadas de explotar ese recurso cocinaban como para fiestas o banquetes, arrojando a la basura lo que no podían consumir. La fama de esos desperdicios se volvió proverbial y aleccionadora de la manera cómo se exagerada como si el petróleo fuera eterno. Hoy que el petróleo se agota lentamente ya no se concibe ese despilfarro irracional. El desperdicio está en otras partes. En las refrigeradoras llenas con alimentos que no se consumen y que se tienen que votar, en la comida que se arroja en vez de dar a los que necesitan del bocado.
En algunas ciudades de Estados Unidos hay entidades que recogen los alimentos arrojados a la basura para luego darlos a las personas que requieren de alimentos. Ese servicio de una u otro manera atenúa el drama de los estómagos vacíos. En cualquier parte faltan los alimentos y unos comen bien y otros no. En el Perú y en la Amazonía todavía no existen esas entidades recogedoras de alimentos arrojados, porque no existe la conciencia de que ello además de ser un desperdicio es un delito. Pero vendrá el día en que surgieran esas entidades que tendrán que recoger lo que otros botan.
El ingrato primer lugar en alimentos desperdiciados a nivel continental es un horrendo trofeo para el Perú de siempre. Es un serio cuestionamiento al sabor de la gastronomía, a las conquistas de la cocina, a la importancia oficial de los platos bandera. Ese fenómeno es un asunto que toca las fibras más hondas de un país que no debería arrojar a la basura sus alimentos, que tiene todo para dar de comer a sus niñas y niños que padecen de anemia.