Durante la presentación de Churito en CNI

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Róger Rumrrill García con el sello “Tierra Nueva” ha publicado un libro de cuentos que será presentado el día de hoy en el auditorio de la Dirección Desconcentrada de Cultura de Loreto en Iquitos. Participarán el editor Jaime Vásquez Valcárcel, el catedrático José Rodríguez Siguas y el director de la DDCL, Rolando Riva, además del autor. Publicamos el cuento que da nombre al libro y que es el primero de la serie de nueve que tiene la obra.

 

CHURITO

—¡Papito, ya no quiero ir a la escuela! ¡Ya no me gusta la escuela!   —le dijo resuelta y firmemente a su padre, quien acababa de llegar de uno de sus largos viajes y que, mientras saludada a su esposa y a sus otros pequeños hijos, había colocado su equipaje detrás de la puerta de la casa de Tibi Playa, donde vivían.

Tibi Playa era un puñado de casitas sembradas al borde del Amazonas. Junto a las casitas, con sus pisos de pona levantados a un metro de altura —para librarse de las crecientes del río en los meses de invierno—, crecían árboles de fraganciosas taperibás, gordos y altos árboles de zapote y los infaltables gigantes de pan de árbol, cuyos frutos harinosos eran como el maná en los períodos de inundaciones cuando las chacras de plátanos y yucas morían ahogadas.

En la escuelita primaria donde estudiaba, sus compañeros de clase le dicen «Churito», por su pelo negro y ensortijado que semejan las formas del «churo», un caracol acuático.

          Su padre, como si su equipaje guardara algún secreto no revelado, miró primero su bolsa enjebada donde guardaba su ropa de viaje, y le dijo acariciándole los negros y rizados cabellos:

—Tienes que ir a la escuela, aunque no te guste, porque en la escuela aprenderás muchas cosas que te servirán cuando seas grande —le dijo y agregó—: ¿Puedes decirme por qué no te gusta la escuela?

   Al instante, abriendo los ojos, ella respondió:

—Porque quiero irme de viaje contigo.

Su padre era maestro. Pero en las épocas de vacaciones escolares, en los meses de enero, febrero y marzo de cada año, se dedicaba a la búsqueda y recolección de plantas medicinales, resinas y perfumes naturales. Partía entonces con su bolsa enjebada, su remo y su machete por rumbos desconocidos para ella y sus hermanos.

Cuando retornaba, como esa mañana de febrero, luego de una, dos y más semanas, su bolsa enjebada era como la bolsa de un Papá Noel o el baúl encantado de un príncipe de los cuentos de hadas o los regalos que Chullachaqui, el gnomo del bosque amazónico, obsequia a quienes cuidan a la Madre Naturaleza.

Entonces todos los hermanos, además de la madre, se reunían en torno a la bolsa, mientras el padre iba sacando, extrayendo como un mago, los regalitos comprados a los comerciantes de los ríos, los regatones, zapatitos «siete vidas», muñecas para las mujercitas, carritos de plástico para los varones, blusas y hasta un vestido para la madre.

Casi siempre, el padre guardaba para el final la entrega del regalo de Churito.

—A ti te he comprado esta muñeca que tiene el pelo como tu pelo churito —le dijo esa mañana mientras ponía en sus manos la muñeca. Ella miró a sus hermanos, hermanas y a su madre y se sorprendió que ninguna de ellos sonreía ni aplaudía como había pasado con la entrega de los otros regalos.

     Pero más que los regalos, a Churito le encantaban las historias que su padre les narraba después de cada viaje. Esa mañana su padre les contó que, en una de sus incursiones por el bosque, él y sus dos compañeros de trabajo, encontraron al borde de un pequeño lago de aguas negras que una anaconda joven, de unos cinco metro de largo, había atrapado a una sachavaca de una de las patas traseras, con la cola y con la cabeza se había enroscado a un árbol. La sachavaca sintiéndose prisionera emprendía una veloz carrera para librarse de la anaconda, pero esta se estiraba como si fuera una cuerda de caucho y luego se encogía haciendo retroceder a la sachavaca.

—La anaconda puede tener prisionera durante horas y días a la sachavaca. Cansada de tanto intentar huir, sedienta y hambrienta, después de algunos días la sachavaca muere de hambre y sed. En ese momento la anaconda se encoge y se traga entera a la sachavaca y se pasa meses, quieta, inmóvil, triturando y moliendo con sus jugos estomacales a la sachavaca   —explicó el padre.

—Pero, ¿qué hicieron ustedes para librar a la sachavaca?   —preguntó al borde del llanto, Kelly, una de las hermanitas.

—Hicimos algo que ustedes ni siquiera pueden imaginarse. Porque no queríamos matar ni a la anaconda ni a la sachavaca. Entonces jugamos a la suerte quién de los tres tenía que hacer la operación.

—¿Qué operación? —preguntó Churito con la voz a punto de quebrarse.

—Uno de nosotros tenía que dar un mordisco a la anaconda. Porque la anaconda tiene la piel muy sensible a los dientes humanos y la saliva. Un mordisco humano no la mata y ni siquiera la hiere, pero le provoca una sensación irresistible y suelta a su presa en el acto   —dijo el padre.

—¿Y quién le dio el mordisco?   —preguntó Iris, una de las niñas, con los ojos llenos de lágrimas.

            —Yo, porque en el juego de la suerte a mí me tocó dar el mordisco a la anaconda —declaró el padre con voz temblorosa, como si en ese mismo momento hubiera ocurrido lo que venía narrando.

            Todos se quedaron mudos y en silencio por un instante. Una ronsapa atravesó la sala como una flecha. Luego, todos los niños y la madre se abalanzaron y abrazaron al padre. Todos lloraban.

Esa noche fue para Churito una noche poblada de sueños. Uno de sus sueños fue la historia que les contó su padre de unos de sus viajes. En el sueño, ella y su padre caminaban por una trocha en medio del bosque virgen. Él la tenía agarrada de la mano izquierda, para que no cayera al suelo cada vez que tropezaba con los «tocones» y ramas caídas o hundía sus pies en algún hueco de hormigas, mientras su padre le decía:

—Churito, mira por dónde caminas. En el monte no puedes caminar solo mirando al cielo, a la copa de los árboles y pensando en las musarañas.

Súbitamente, un ruido como de una tempestad sacudió el monte virgen. Ella se asustó y con sus ojos negros y redondos más abiertos y brillantes que nunca le miró a su padre:

—Es una manada muy grande de monos choros que están viajando por el bosque buscando sus alimentos. Justo se van a detener aquí, porque estamos en un manchal de ubos que les gusta mucho —le explicó el padre.

Ella percibió un olor agridulce en la atmósfera del bosque y sobre la hojarasca vio algunos frutos rojos y amarillos que estaban siendo comidos por los insectos.

—Vamos a escondernos en esa aleta de lupuna para que no nos vean y tú puedas mirarlos cuando comen   —le dijo su padre y la condujo al pie de un gigante árbol de lupuna, un ficus con grandes raíces en forma de aletas de una ballena o un remo de tiro, de esos que usan los balseros del río Huallaga para cruzar los «malos pasos» del Chumía y del Vaquero.

El bosque se quedó en silencio y solo se escuchaba el ruido de la caída de uno que otro fruto.

—Papi, ¿se han ido los choros? —preguntó.

—Mira arriba, están comiendo —le respondió su padre —, apuntando con su brazo derecho a una madre choro que le daba de comer en la boca a su cría.

Entonces, Churito vio una de las escenas más tiernas que nunca más olvidaría. La mamá choro acariciaba con sus manos la cabeza del monito y luego le ponía en la boca un ubus. El monito saboreaba la fruta y pedía otra y la madre choro parecía sonreír con sus grandes ojos negros.

Cuando el chorito terminó de comer los ubus, la madre le puso sobre sus hombros y descendió hasta la aleta donde la niña estaba escondida junto a su padre.

—Churito, no tengas miedo —le dijo la mamá choro con una voz que le sonó entre dulce y grave, y luego agregó:

            —Nunca permitas que nos maten. Porque si nos siguen matando vamos a desaparecer y desaparecerá el bosque y la vida —y diciendo la última palabra sus grandes ojos negros se llenaron de lágrimas.

            Churito se despertó sacudida por su madre.

—¿Qué tienes? Estás llorando dormida   —le dijo su madre. Ella guardó el secreto de su sueño.

Al día siguiente su padre partió una vez más a los bosques. A partir de ese día, como había ocurrido en años y meses anteriores, pero ahora con más frecuencia, Churito se dirigía al puerto de Tibi Playa, en la orilla del Amazonas, y sentada sobre una topa de una balsa varada en la playa, miraba el ancho río y se imaginaba viajando con su padre rumbo a los bosques, los ríos y los pueblos. La bolsa enjebada que su padre cargaba en sus viajes se convirtió, en su imaginación, en una canoa, una balsa, o un pájaro en los que ella empezó a viajar por el mundo.

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