Nadie quedó contento ni convencido después del debate presidencial del pasado domingo. Las protestas decían que el tiempo para cada candidato era demasiado poco, que se debió insistir en la polémica frontal para comprobar la agudeza y la labia de cada quien, que se pudo permitir la participación más decidida de los posibles electores en lo referente a las preguntas. El organismo electoral quiso pasar piola y no dijo nada, pero una corriente ciudadana hizo alboroto, hasta que no hubo más remedio que auspiciar otro debate con un formato diferente, donde predominaba el enfrentamiento entre candidatos.
El nuevo debate se hizo el mismo día central de las elecciones. Los 8 candidatos, pues 2 ya habían renunciado, se pusieron frente a frente y los moderadores les hicieron preguntas picantes buscando que se desataran las pasiones contenidas. De esa manera se logró un verdadero espectáculo, donde los candidatos se dejaban de cosas y se lanzaban a un encarnizado cruce de palabras. Nadie pudo soltar ni una sola propuesta y todos y todas perdieron su tiempo en tratar de embarrarle al otro. El que más destacó en ese rubro petardista y pleitista fue el inclasificable Fernando Olivera.
El aludido primero la emprendió contra Alan García y luego, sin respetar los turnos o las ubicaciones de los demás, arremetió contra los otros candidatos de ambos sexos, acusándoles de esto y lo otro y jurando que a la hora de la votación les iba a ganar. La cosa se puso color de hormiga y se armó un verdadero caos entre los otros candidatos y un enardecido Olivera. Al final, ninguno de ellos o ellas se acordó de la emisión del voto. No votaron ni por ellos mismos. La escandalosa bronca siguió de largo mientras se emitían los resultados electorales. Y no se detuvo ni cuando se anunció a los que pasaban a la segunda vuelta.