[El misionero Manuel Uriarte y]:
Escribe: Percy Vílchez Vela
En la lejana ciudad de Rávena, en la Casa de la Pignata, un varón vejado por el destierro, consumido por la nostalgia del perdido bosque fluvial, escribió con fatiga, con dolor, acaso con llanto, un libro sobre su pasado reciente en la floresta del Perú donde laboró durante 18 largos años. Había nacido en Zurbano en 1720 y su opción por los designios del Señor se manifestó temprano como un fervor. Ese fervor trajo cuando entró a la manigua por el Napo. Luego de tanto tiempo de labor evangelizadora salió al destierro por el Amazonas. El libro se llama Diario de un misionero de Maynas y es una suma de datos, de referencias, de episodios, de donde se pueden extraer interesantes deducciones del comportamiento de los linajes selváticos en ese tiempo. En la página 457 el religioso describió por primera vez el lugar del bosque, el sitio de la fronda, donde andando los tiempos se iba a edificar la ciudad de Iquitos.
El atractivo y el prestigio de la piedra milenaria dominaba esa isla modesta y perdida en la floresta. Dichas piedras eran aras rústicas y acomodadas en varios lugares por la labor del misionero José Montes. Ocurrió en aquel entonces que, extrañamente, había piedras en la orilla y debajo del agua, hecho que formaba sucesivas correntadas que dificultaban la salida y la llegada de las naves de ese tiempo. En esas aras las personas de antes solían detenerse a rezar como parte del culto cristiano. El lugar recibió el nombre de San Pablo del Nuevo Napeanos y en esos días olvidados corría la fama del brutal movimiento meándrico del Amazonas que, como interrumpiendo su paso perpetuo, abrió un camino o canal hacia el Itaya. En ese paisaje súbitamente alterado el saldo positivo fue la repentina abundancia de peces que se podían coger con la mano. Como si nada, como jugando, los oriundos que vivían allí pescaban pacos, gamitanas y otras suculentas especies. La alimentación diaria, uno de los mayores inconvenientes para la futura ciudad, dependía de la bonanza fluvial, del don de la naturaleza.
La isla de antaño, como ahora, estaba rodeada por el vértigo de diferentes ríos que describían un laberinto líquido, un dédalo acuático, que no se detenía en el curso físico, en el transito inevitable, sino que se ramificaba en las quebradas y lagunas que atravesaban la urbe del porvenir. Es decir, el agua tenía caminos subterráneos que luego permitió la aparición de fuentes de lavandería pública. Esa misma agua reconfortante servía para el consumo humano. Era un agua libre de peligros, de riesgos, de contaminación. Durante muchos años las generaciones iquitenses ignoraron el agua potable. En 1905, por ejemplo, un testigo de paso escribió que los pobladores de Iquitos bebían el agua que fecundaba Sachachorro y no pasaba nada. Pero esa agua también podía convertirse en una pesadilla como ocurrió en 1913 cuando un temible zancudo germinaba en las acequias, los caños, para producir el temible vómito negro, una de las tantas pestes que agredieron a esa urbe.
En su descripción Uriarte dice que el sitio era ameno y alto. Es decir, apto para el poblamiento, para la vida en común que es cualquier ciudad. No existía en ese momento ni plaza, ni iglesia ni la casa del misionero. Los escasos moradores, pertenecientes a varios linajes sacados de sus pagos o aldeas esenciales, vivían en moradas ubicadas tanto en la parte alta como en la parte baja. Las casas eran de dos tipos. Las primeras eran individuales y formaban dos calles. Como separadas del paisaje pueblerino y campestre florecían las casas colectivas, comunitarias, cucameras o malocas, que también describían dos calles. Ese tipo de habitación es un dato muy importante y sería del caso averiguar la influencia de lo comunal en el progreso de la ciudad de hoy. Las casas de ese tipo no existen ahora, salvo como negocios. Pero lo comunal hizo algo en el Iquitos urbano, Nosotros tenemos el dato de que hacia 1953 hubo una minga descomunal en la quinta cuadra de la calle Arica. Esa labor colectiva fue una verdadera fiesta del trabajo y de la diversión social, lejos del bailongo de siempre.
En el lugar alto y ameno, donde surgiría la urbe descontrolada que hoy padecemos, tenía la saludable costumbre de mostrar limpias y cultivadas esas cuatro calles iniciales. La labor de cuidado permanente de esas arterias era preocupación de los moradores de allí que desde antes mantenían limpios sus caminos cercanos a sus aldeas. No se necesita ser un adivino para saber que para cualquier persona de esa época era un placer caminar por esas incipientes arterias. Algo que no ocurre en el presente. Desde ese punto de vista, Iquitos ha retrocedido. ¿Cómo fue que nuestra urbe se convirtió en un lugar surtido de calles sucias, malolientes y descuidadas? No es la falta de higiene, el gusto por la perversión que ocasionó y ocasiona esa desgracia colectiva. La primera explicación provisional que nos ocurre es porque muchos años después de la descripción del misionero, Iquitos porfió por imitar catálogos ajenos, catastros forasteros, salidas lejanas, desdeñando sus orígenes campestres, su vinculación con su propia cultura.
Las aras de piedra perpetua descritas por Manuel Uriarte fueron reemplazadas el 3 de mayo de 1767 por la siembra de una impresionante cruz de ocho lados. A partir de allí surgió otro paisaje para la visión del viajero. O del mismo habitante de la isla. El primer europeo que describió ese sitio no creía que los indios Iquito sobrevivirán a la hecatombe de ese tiempo. Escribió que iban a ser exterminados. Pero se equivocó. En realidad, en la palabra que designa a la ciudad más importante del oriente nacional, hay algo inquietante, seductor. La sonora y contundente palabra caribe tenía su prestigio y su fama en el bosque de antes, en la extensión del monte del pasado. Los misioneros y los capitanes conocieron a los Iquito o Iquitos como seres ágiles, escurridizos y peleadores, gracias a referencias de varios indígenas. El prestigio del nombre nativo selló el destino de esa metrópoli que hasta el presente tiene su fama, su renombre.