El litigio eterno
En la variada, suculenta y pícara biografía de la basura iquiteña, el afamado malecón Maldonado o Tarapacá o Boulevar, ocupa un lugar de privilegio. En ese ámbito, que era adorno urbano y ornamento inapreciable, y que estaba tan cerca del rotundo Amazonas, frente al tupido bosque de la otra orilla, debajo del vuelo de los tutelares gallinazos, se alzaba un imponente, arrasador y descomunal relleno sanitario o botadero de desperdicios o lugar de deshechos. Nadie sabe a qué monstruo se le ocurrió semejante ofensa a la vista, al olfato, a la higiene elemental, a las buenas costumbres, pero diariamente los moradores de entonces arrojaban sus cochinadas allí.
El imponente basurero maleconista era un estorbo, un obstáculo, un lunar en el rostro e, inevitablemente, los paseantes que jironeaban o callejeaban, los ardorosos enamorados que buscaban refugio, los turistas que anhelaban tomas en el trópico, los del espectáculo popular, los encargados de la retreta, tenían que disimular, desviar los ojos, fruncir los seños o taparse las narices. O pasar siempre lejos de ese relleno nada sanitario. Durante años la ciudad vivió con su malecón infectado, contaminado y agredido por el basurero, hasta que a alguien de la casa consistorial se le ocurrió acabar con esa ofensa.
Era el 28 de octubre de 1940 cuando estalló una variada, suculenta y pícara polémica por la nueva ubicación del basurero público. Argumentos fueron y vinieron, aparecieron y desaparecieron nuevos lugares, otros espacios, otros ámbitos. Fueron inevitables los dimes y diretes, los golpes bajos, los duelos verbales, y se demoró en arribar a un acuerdo que satisfaciera a todas las partes en litigio. El espíritu de bronca, de pleito, de discordia, agravó las cosas. Parece que la polémica sigue hasta el sol de hoy. Porque pese a que oficialmente hay un relleno sanitario, los montones de basura, las acumulaciones de desperdicios, los cerros de deshechos, abundan por todas partes.