El Limpiador
De vez en cuando, ver cine se vuelve una experiencia que excede lo meramente visto en la pantalla que tienes enfrente y se convierte en un suceso. Personal, grupal, social.
Raras veces me ha pasado con una película peruana que terminas con un aire de incertidumbre y desolación. Han sido pocas veces, de las cuales felizmente tengo el recuerdo.
El Limpiador es una reciente película peruana, dirigida por un joven cineasta, con pocos recursos y una historia considerada “rara”.
Una película que me ha gustado mucho y también me ha dejado marcando ocupado, como diría por ahí un querido amigo cinépata.
En una Lima atemporal, una rara epidemia está diezmando a la población. Se multiplican los muertos y no hay indicios de encontrar pronto una cura. En el momento menos pensado, tu ser querido se desploma. Entonces aparece un anónimo limpiador, dependiente del Ministerio de Salud, que se encarga de desinfectar y dejar aséptico el lugar.
La ciudad se siente solitaria, lúgubre, desesperanzada. Una Lima callada. Una Lima improbable.
Una tarde, ante una llamada, el Limpiador llega a una casa para continuar su rutina. Unos ruidos se escuchan en un closet. Lo abre y encuentra un niño. Vivo, que lo mira fijamente, con una suerte de curiosidad y resignación. El Limpiador no sabe qué hacer.
Allí radica el punto neurálgico de la opera prima de Adrián Saba, filmada cuando tenía 22 años, probablemente una de las películas nacionales más inquietantes y prometedoras que hayamos visto en un buen tiempo. En mi caso, ha funcionado como un impulso no solo racional sino emocional del cual nacen diversas lecturas e interpretaciones.
El Limpiador se presenta como una distopía, donde nada parece cambiar y el mundo, atagado por la plaga inextinguible. En ese espacio donde el mal ha impuesto sus dominios, la personalidad de la gente ha perdido cualquier atisbo de humanidad. Los sobrevivientes siguen, sin más tesón que la certeza que quizás mañana ya no estén aquí o con mayor referente que el seguir vivos a pesar de lo desconocido.
Estos escenarios funcionan como un lento camino descendiente hacia lo ineluctable. Pero en el ambiente opresivo, sin embargo, la monótona y solitaria vida del protagonista (sobria y convincente interpretación de Víctor Prada), se ve invadida por la irrupción del niño (descubrimiento este de Adrián Du Bois) y también con un cambio de humores, como una confrontación con los sentimientos, como una dualidad que observa la desconfianza inicial, pero al mismo tiempo se deja llevar por los terrenos de la amistad y de la paternidad virtual.
En ese sentido, la pareja que se conforma acá es fundamental. Nada es raro, porque en un mundo desesperado, lo raro es quizás la forma más sonora de afirma que estás vivo. La búsqueda de los familiares del niño pone al limpiador a cuestionar su propia soledad. Todo debe operar del modo inevitable, pero en el fondo algo ha cambiado. El final de la película, uno de los mejores que he visto en el cine peruano, es prueba de ello.
La película de Saba, como leí por ahí, es la mejor demostración que lo chico, eventualmente, puede tornarse grande. Una película personal, con mínimo presupuesto, termina convirtiéndose en nuestra película, termina volviéndose entrañable. Sin ningún disfuerzo, con errores mínimos (es cierto, creo básicamente por algunos cálculos que se deciden en vez de tomarse riesgos), pero al mismo tiempo con una textura donde se siente oficio, pasión, ganas de crear y creer en el público y en sus personajes.
El Limpiador nos demuestra que el cine sigue estando vigente por esas historias entrañables, filmadas con entusiasmo y talento. Recomendable.