El licor de los menores
En la pasada celebración pisquera, hecho licorero de gran bombo y platillo y borracheras que impuso el mandatario Alan García como una muestra de los gaznates nacionales, no tuvimos ni arte ni parte. Salvo alguna bufonada oficial, algún salud fuera de lugar, demostramos que nos somos pisqueros. Ni cerveceros. Ni vineros. Ni aguardienteros. En las artes del empinamiento del codo y las patas no distinguimos marcas registradas ni sabores conocidos. Ni precios discriminadores. Cualquier licor puede ser un elixir cuando de beber se trata. Beber es dañino para la salud y la billetera. Pero ello no es importante.
Lo que interesa es chupar cuatro de los siete días de la semana, según incitan los bailongos locales. Ante tanta furia por la borrachera, podemos ya estar en primer lugar a nivel nacional en esa silenciosa competencia bebestible. Pero tanto va el vaso a la boca que acabó por romperse. Porque un fantasma atraviesa a lo largo y ancho de esta ciudad. Se trata de los menores de edad que también beben sus aguas como cualquier hijo de vecino. Beben cada día más y, en el colmo de la insolencia, chupan hasta con sus uniformes escolares, como una demostración de la caída del nivel de la educación.
En el barrio de Belén se acaba de hacer una batida a los flotantes bares. Las románticas aguas del Itaya impresionan a los muchachones que acuden a beber en esos lugares. Y no como un eventual corte de la mañana, un agradable habre ganas o un saludable aperitivo, sino como evidencia de garrafales borracheras. Estas criaturas, suponemos, se sienten mal porque en vez de la leche materna o del producto lácteo de sus primeras infancias debieron convidarles sus aguas, sus cervezas o sus chuchurrines. Estamos ante un grave problema. Debemos tomar medidas para evitar que esos hombres del mañana no sean otra de nuestras desgracias: los menores que chupan como condenados.