EL LIBRO AUSENTE

En el carrusel anual de celebraciones, pachamancas, descansos obligados, joropos al por mayor,  feriados largos y más durables, destaca el Día del Niño (a) de este país algo infantil, bastante aniñado. La mejor definición que hemos encontrado nosotros sobre esos seres es que quieren ser adultos. Es decir, no se refugian en la infancia remota como hacen tantos mayores después, sino que quieren dejar rápido esa condición disminuida, dependiente de los padres, de los adultos. Para muchas cosas. Para ir al cine, por ejemplo. Entre nosotros, los moradores de la árida tierra del Dios del amor, a las frecuentes niñerías, la atención al infante es primordial. Es crucial. De lo que hagamos con ellos y ellas depende que algún día salgamos de la cola en tantas cosas. En la comprensión de texto, por decir lo más grave de nuestras carencias.

Es por ello que en las ceremonias designadas para ayer domingo no vimos lo que más requiere nuestra  infancia, aparte del buen alimento, del amor de los padres. No vimos a nadie hablando, mostrando o leyendo un libro ante los párvulos de ambos sexos. Se prefirió la frivolidad como base de esa fecha. La familia, la escuela, el colegio, son desde hace tiempo insuficientes para convertir a la lectura en ocupación normal de los niños y niñas de hoy. Se debe aprovechar  cualquier  evento y lugar para insistir en la lectura como eje del mundo de hoy.

En el mundo del presente lo que distingue a un lugar no es el hotel cinco estrellas y un rayo, el mega negocio con su sección de comida chatarra, ideal de desarrollo para tantos, la buena plaza o el mejor puerto. Es la biblioteca. El sitio donde están los libros es el indicativo más serio del verdadero progreso. Desde la cifra de esa nueva medición, andamos en el décimo mundo, en el mundo de los iletrados, en el mundo de los que no leen ni su DNI. Y si no se hace algo radical seguiremos en lo mismo. En la cola de siempre.