El exaltado y glotón desborde gastronómico no fue el motor del progreso para el país incaico. El exceso de sibaritismo, del abuso del paladar de cura y otros excesos desembocaron de repente en el acelerado incremento de obesos. Tanto que el país blanco y rojo, que nuevamente no fue a un campeonato universal de la pelota, alcanzó la cumbre mundial de gordos. El pedestal que era propiedad mexicana despertó el orgullo de patria, el desborde de emociones nacionales, la reivindicación de tantas desgracias de antes y de siempre. Embriagados por el triunfo ecuménico, se aumentaron los días o feriados que celebraban los platos exquisitos, los potajes al paso, las comidas últimas.
Entonces, abusar de la buena mesa se volvió una obligación cívica. El que menos comía 5 veces en la mañana y 3 veces en la noche y 2 veces antes del desayuno. El espíritu ruidoso, festejando y parrandero de los peruanos fue letal a la postre, que es una palabra que tiene relación con el ultimo mejunje de la mesa. Porque unos hombres y mujeres engordaron tanto que acabaron postrados en sus camas sin poder hacer ni deshacer, ni si quiera alimentarse, como le había ocurrido al pobre Manuel Uribe, el mexicano que en algún momento se convirtió en el varón más gordo del mundo. El presidente de ese tiempo, el señor Gastón Acurio, también vivía echado en palacio de gobierno.
En esa incómoda posición, atendido por especialista en combatir la grasa, en controlar el peso y en los inevitables dolores producidos por la rechonchez, leyó en el diario oficial que en el Japón una mujer anónima había pagado voluntariamente una multa por una falta contra el semáforo. El decreto de ley, que ordenaba, bajo pena de palo, que los súbditos pagaron voluntariamente sus deudas, multas y devengados, dio óptimos resultados. Las arcas nacionales obtuvieron millones de soles.