En el intenso y colorido cielo de Iquitos aparecieron de improviso esa mañana los gallinazos vigilantes. En ordenada manada volaron un trecho como oteando el horizonte y luego se dispersaron en círculos para caer cada uno de ellos sobre cualquier promontorio de cochinada. Y luego se dieron al banquete a picotazos, tratando de acabar con lo que habían encontrado. Desde una oficina, situado en una de las calles centrales, varios operadores captaban las tomas que esos pájaros emitían. Luego salían presurosamente los carros recogedores para realizar faenas de limpieza inmediata. Esa era la nueva manera de combatir el terrible flagelo de la basura de costumbre.
Las oscuras aves habían sido captadas y amaestradas por una entidad gubernamental para cumplir servicios de lucha tenaz contra la presencia de ese mal de siempre. Para que realizaran cabalmente la tarea fueron dotados de sendas cámaras fotográficas amarradas a sus cuellos que emitían tomas por segundo. Las fotografías aparecían en pantallas e indicaban los lugares donde estaban las porquerías. De esa manera se advertía sobre la presencia de esos perniciosos montones de porquería que aparecían en cualquier momento y en cualquier lugar. Los gallinazos habían dejado de ser simples consumidores de porquerías, simples limpiadores atareados para prestar servicios más especializados.
Era en amaneciendo cuando los gallinazos eran soltados por los operadores para que realizaran su labor de vigilancia. En los anocheceres eran encerrados en sus jaulas y alimentados con una comida especial. Durante un tiempo esas aves lograron sus objetivos y la ciudad dejó de tener a toda hora esos cerros acumulados que los vecinos formaban sin ningún problema. El servicio de los gallinazos era eficaz cuando, de pronto, aparecieron incontables montones de basura que tapizaban toda la urbe selvática. Las fotografías que llegaban en avalancha indicaban que era imposible realizar cualquier labor de limpieza. Así fue como fracaso ese gran proyecto de limpieza apoyado por los gallinazos.