Escribe: Percy Vilchez Vela
La figura del forastero en Iquitos es visible, abundante y notoria. Venido de alguna parte, abandonando para siempre su suelo natal, ese ciudadano por adopción, ese morador de último momento, afincó con el pie derecho en la villa amazónica y se convirtió en alguien normal e importante en el paisaje de todos los días. El pianista francés de la presente crónica fue uno de los primeros afuerinos que se integró a esa ciudad de antes. Su adhesión a la urbe de entonces fue radical y su amor a las mujeres lugareñas fue algo así como su sello de identidad.
En el exclusivo bar Builders arms, una de las primeros tabernas que se abrieron en la sedienta ciudad donde el consumo de licor iba a ser oceánico, tan grande como el caudal del río selvático, el sonido del flamante y novísimo aparato era una seducción inevitable, arrasadora. Esa caja grande, hecha de madera barnizada, como que era una efusión de la magia moderna, una evidencia de lo maravilloso, puesto que adentro parecía que había un músico diminuto e invisible que se desplazaba a lo largo y ancho de esas barras nada fijas, sacando a cada paso sonidos agradables que nada tenían que ver con los sonidos de los instrumentos musicales vernáculos. Era como una serenata fija que daba otro aire a los parroquianos pudientes que se divertían entre las botellas con entro o sin contenido, los vasos vacíos o llenos, el disperso humo de las cigarros. El instrumento era el piano.
Era un espectáculo aparte la labor musical de ese forastero que apareció en la ardiente urbe cualquier día. Todos le conocían como el “gitano de Iquitos”. Pero era francés por linaje y el apodo le caía como anillo al dedo debido a que era andariego, animoso, vital. Era su nombre Maurice Mesnier y no sabía estar quieto y con la habilidad de sus dedos prefería interpretar las melodías amorosas de los grandes maestros europeos. No solo por preferencia artística, por oídos cultivados desde hacía tiempo, sino porque andaba perdidamente enamorado. Enamorado como un cretino o un asno. No de una dama o fémina en especial que le había atrapado con o sin pusangas o sortilegios, sino de cualquier cosa que vistiera traje o tuviera cabellos largos, senos en el pecho y otros atractivos que no es pertinente mencionar en esta ocasión.
En sus andanzas por esas calles provincianas de tierra, con baches por todos lados, con malezas en cualquier parte, con aguas que corrían por los tantos caños, con incontables animales del bosque que eran amansados, con vista de frutales en las huertas solariegas, el descendiente de los antiguos galos, la raza que cantaba en el suplicio, según el poeta Rimbaud, daba rinda suelta a su amor sin fronteras, a su pasión desbordada. Y en su arsenal de piropos memorizados o repentinos, dichos con su francés castellanizado, incluía a todas. Es decir, no excluía a ninguna hembra debido a su tamaño, forma, color de piel, apellido oriundo o mestizo, condición social o estado civil. El amor para ese afuerino no era una planta que se marchitaba, sino un frondoso árbol que florecía día a día.
El proverbial encanto de la mujer de la fronda había atrapado en la ciudad con sabor único, con una imaginería desbordada y con moradores palanganas a cada rato, a ese forastero inquieto, movedizo y de rápidos reflejos para encontrar algún trabajo eventual, cualquier oficio momentáneo, que le permitiera sobrevivir. La labor en el piano era solo una de sus habilidades, de sus ocupaciones. No se iba a morir de hambre, porque era como un recursero del pasado que ignoraba la labor estable, el consuelo fijo. De repente no quiso, o no pudo, sacarse la mugre para adquirir una profesión, y vivía así, como a la deriva, picoteando aquí y allá, pero amando a todas y a cada una de las mujeres de la ciudad.
Era 1872 en esa urbe que seguía transformándose vertiginosamente gracias al arribo de los barcos que la volvieron a fundar. La palabra Iquitos ya rondaba por tantas partes y el francés era también versado en varios idiomas, conocía de traducciones y laboraba como dependiente en una de las tiendas de don Timoteo Smith. En sus andanzas ardorosas, el citado sentía que la manera más rotunda y notoria de verificar las alteraciones en ese lugar era el ruido circundante provocado por las máquinas de la factoría. No era tiempo todavía para que Mesnier supiera que arriba de los 50 decibles el oído se exponía a daños irreparables, porque el amor masivo, populoso y en mancha parecía salvarle de todo mal.
El forastero de erotizado comportamiento no se hizo paltas para vivir en una urbe aislada, provinciana, con tantas deficiencias en sus alrededores. Es posible que el ardoroso clima, el ambiente de diversión, las noches animadas y la inigualable gracia de las hembras de la fronda, le incrementaron el apetito de mujer, convirtiéndole en un amante a tiempo completo, en un amante colectivo, global y frondoso. El exceso en la pasión le convierte en uno de los primeros extranjeros que afincó de verdad, sin falsas máscaras, sin rajar de los lugareños, sin menospreciar a las damas locales, en ese Iquitos que se preparaba para soportar la hecatombe del caucho.